lunes, 27 de febrero de 2017

Mis escritos: "El loco pintor". Dos años después de finalizar Graciela (escrita en 2009 y finalista del premio de Narrativa Corta Don Manuel de Moralzarzal 2010) me decidí a escribir la segunda parte, "El loco pintor". Desde el principio supe que Graciela debía tener su continuación, pues es la historia de una obsesión que se prolonga toda una vida. En realidad es una trilogía; aunque la tercera parte tardará en ver la luz. Con todo mi cariño, aquí la tenéis (podéis encontrar el cuento de "Graciela" en "Mis escritos" febrero):


El loco pintor

Fragmentos encontrados y recopilados del “Diario de una vida” de David, B, S. en la vivienda de la calle Altamirano en Madrid, a propósito de los hechos acontecidos la tarde noche del 20 de Diciembre de 2050 en la casa de piedra, en la calle de La Viña, del pueblo de Moralzarzal:

Verano de 1985, 10 de Julio:

Hoy he conocido a una chica. Se llama Graciela y me gusta. Es veraneante, como yo, y debe tener mi edad, doce años. Estaba jugando en la plaza del mercadillo dándole patadas a la pelota y apareció. Tiene una sonrisa muy bonita. Se presentó, y yo me puse bastante nervioso porque apenas le he dicho una tontería. Bueno, ya está. Eso es todo. Creo que hoy no escribiré más. Dentro de un rato he quedado con mis amigos. Ya les diré que he conocido a una chica y que si no les importa podría acompañarnos y hacerse de la pandilla, porque me ha contado que lleva una semana en Moral y que no sale. No debe tener amigos. Por supuesto no les diré que me gusta, o se burlarán.

Verano de 1985, 22 de Agosto:

Está siendo el mejor verano de mi vida. Graciela me gusta mucho, mucho, y creo que todos mis amigos se han dado cuenta. También ella. Muchas veces se ríen y dicen tonterías del tipo “David, ¿hoy no le has comprado chucherías a tu novia? ¿Con quién se esconde siempre David cuando jugamos al escondite?”. Las dicen en voz alta y delante de los dos para que nos pongamos colorados, y yo me pongo muy, pero que muy colorado y ella no lo sé, porque cuando pasa eso no me atrevo a mirarla.

Hace dos días empecé a dibujar su cara. Se llama retrato. Se lo quiero regalar al final del verano y ya queda poco, así que tengo que darme prisa. Mis padres aseguran que pinto bien. He ganado algún concurso en el colegio, aunque he hecho algo de trampas porque mi padre me ha ayudado un poco. Él me dice que no me preocupe, que a los demás niños también los ayudan sus padres.

Pero estaba hablando de Graciela. Pues eso, que le estoy dibujando un retrato. Creo que va bien, pero todavía me falta mucho. Lo que sí casi he acabado son sus ojos. Tiene unos ojos preciosos; grandes, redondos y muy negros. También he hecho algún garabato de su perfil y del pelo, que es muy largo. Le llega hasta la cintura.

Este dibujo no se lo enseñaré a mis padres como hago siempre que termino alguno. Me da vergüenza. Tampoco a mis amigos. Solo a Graciela. Quiero que lo guarde y que se lo lleve a Madrid. Así se acordará de mí durante el invierno. Luego seguiremos siendo amigos en verano, o quién sabe si algo más. Eso estaría muy bien. Bueno, por hoy es suficiente. Nos hemos preparado unos bocatas y nos los comeremos en el Peñote. Adiós.

Fragmentos encontrados y recopilados del “Diario de una vida” de David, B, S. en la casa de piedra, a propósito de los hechos acontecidos la tarde noche del 20 de Diciembre de 2050 en esa misma casa, en la calle de La Viña, del pueblo de Moralzarzal:

Primavera de 2010:

La luz se cuela plisada por los ventanales. Y yo te pinto Graciela. Te pinto. Mezclo los colores. Brillan en la paleta. Sobre tu esbozo completo tu cuerpo y tu sonrisa. Salgo afuera, te saludo en la bruma de las primeras horas, agarro tu mano y caminamos juntos por el jardín, con los cuellos abotonados y el vaho marcando figuras de espuma en el aire. En el porche nos sentamos y disfrutamos de los vapores del café recién hecho.

Otra pincelada. Falta el color marrón que tiñe el pajizo y el verde gris del pasto fino, de la primavera temprana, y tú me miras con tus ojos negros Graciela, junto a los tejos de la vereda. Allá arriba las nubes envuelven la cumbre calva de Cabeza Mediana, el cielo se despereza y la noche se hace pequeña entre pinares y roquedos.

Graciela, yo te pinto. La música corre libre por el salón diáfano de la casa de piedra, se escurre entre los pinceles y el suave y penetrante aroma de los óleos, y los lienzos esperan vírgenes a que mi mano los acompañe en un dulce compás. Toda una vida nos aguarda Graciela. Esta es tu casa. La nuestra. La que siempre tuvimos cuando yo soñaba con verte cada verano. Comparto contigo cada instante, cada estampa, cada movimiento de tu cuerpo grácil. Observamos los rincones de nuestra piel, la sonrisa relajada en nuestros labios, mientras el aroma del café se extiende por el porche acristalado.

He cambiado la casa para nosotros. El armazón sigue vivo. La piedra robusta traída no hace mucho de las canteras. La que nos guarecerá del frío en las noches de invierno. Pero todo lo demás será nuevo. Lo crearemos juntos, escena tras escena. No te preocupes, yo me hago cargo, pues yo sé qué hacer Graciela. Lo sé.

Ahora debo dejarte un momento. Tú no te muevas, quédate ahí, con las piernas cruzadas y el borde dorado de tu bata rozando tus pies descalzos, y la taza de café calentando el abrazo de tus manos. Mírame mientras me marcho. Anhela que regrese pronto, listo para pintar nuestros cuerpos desnudos sobre las sábanas interminables del dormitorio. Y no apagues la música. Deja que suene la melodía y antes de que pueda apenas dibujarte un parpadeo, ya habré vuelto.

Abro la puerta de doble hoja de nuestro hogar. La que custodia el jardín de tejos, y echo a andar. Moralzarzal se reivindica en primavera. El valle se sacude el viento frío y los campos pelados del invierno. La nieve se funde en las montañas altas y los arroyos siembran de música las cañadas y los prados. Lindos paisajes para mis fotografías. A poco que dirijo mis pasos en línea recta ya me encuentro en un camino escoltado por viejos quejigos, cuyas hojas caídas a lo largo de innumerables otoños se acumulan en un humus informe a ambos lados del sendero. Caprichosos muros de piedra delimitan las parcelas. Me cuelo por uno de sus huecos y avanzo hasta tomar asiento en un tronco caído. Ese puede ser un buen lugar. Sí. Aunque a las copas de los fresnos aún les quedan unos días para cubrir los nidos, las primeras flores asoman ya, tímidas, moteando el verde con puntos blancos y amarillos, y pronto el cantueso y la retama esparcirán sus aromas por la dehesa. Sí. En este mismo lugar extenderé el pequeño picnic, y aquí nos sentaremos Graciela y yo, y disfrutaremos de esta primavera que nace. Hago pues, varias fotografías. Desde diversos enfoques. Imaginando la composición perfecta. El juego de luces y sombras que dará a nuestros rostros la expresión deseada. Le diré una vez más lo mucho que la quiero. Lo feliz que me siento a su lado. Lo inmensamente dichosos que seremos. Después ella me besará, una lágrima resbalará por su mejilla incapaz de contener ese sentimiento de deseo correspondido y con las últimas luces regresaremos. Aún habrá tiempo de encender un fuego y de paladear un buen vino antes de que el sueño nos venza.

He regresado. Acaricio los senos de Graciela con el reverso de mis dedos. Veo cómo se hinchan cada vez que toma aliento con su respiración inquieta. Su cuerpo desnudo reposa ingrávido sobre los pliegues de las sábanas almidonadas. El pelo azabache de su larga cabellera se esparce caótico, dibuja formas caprichosas y disemina un aroma a azahar por el dormitorio. Los suspiros entrecortados que se escapan de sus labios delatan su deseo de que el calor de mi cuerpo entre en contacto con el suyo. Me deslizo sobre ella. Me recibe asiéndome la nuca con una mano, paseando su lengua húmeda por mi cuello. Su otra mano recorre mi espalda. Sus torneadas piernas me envuelven. Percibo su piel ardiendo bajo mi vientre y un placer infinito cuando ya en su interior acerco mi cara a la suya y nos miramos fijamente a los ojos mientras nos mordemos los labios. Graciela gime con la primera acometida. Clava las uñas en mi espalda, tira de mi pelo y comienza a dibujar una danza irremediable. Su torso se curva una y otra vez, acompasando mi movimiento sobre ella. Afuera, en el salón diáfano, suenan los acordes tristes y pausados de “Strange Fruit” de Billie Holiday. La voz de la artista se quiebra con cada reclamo de su canción hasta que finalmente se detiene en un suspiro imposible, como el nuestro, y el silencio se apodera de todas las estancias. El cuarto respira el sudor limpio de dos cuerpos abrazados. Nos quedamos mudos y quietos. Tenemos miedo de que el más mínimo cambio nos haga olvidar ese lienzo perfecto, dónde no sobra ni falta nada. La mañana discurre serena y en ese día, en la casa de piedra nada más puede oírse entre sus muros.

Verano de 2030:

Examino tu mirada serena. No me la creo. Es imposible una madurez tan bella. Unos ojos tan perpetuos que siempre me cautivaron. Y ahora continúan su implacable hechizo que hace que los colores se mezclen y se revolucionen en la paleta movidos por mi pulso nervioso. Temo no poder plasmarlo con suficiente justicia. Si tan solo me aproximara un poco a lo que veo, ya estaría satisfecho. Yo te pinto Graciela. Te pinto. En los pinares de Cabeza Mediana. Esa mirada serena perdida en la distancia. Frente a nosotros el Pico del Águila nos desafía y abajo una gran lengua pajiza se extiende por el valle. Moralzarzal se rinde a nuestros pies. Los canalones de los tejados brillan con la solana y el anciano reloj de Frascuelo continúa lanzando el aviso del tiempo, que es breve y se nos escapa. Pero tú y yo nos hacemos eternos, pues yo sé qué hacer Graciela. Ya sabes. Yo me hago cargo.

En el salón diáfano la música no se detiene. Caballetes y bastidores se amontonan por todos los rincones. El aroma dulzón del óleo invade cada gramo de aire. Los lienzos, de variados tamaños y formas, esperan pacientes ser los protagonistas de nuestras vidas.

Graciela, yo te pinto. Cada vez son menos los espacios en blanco que no pueden contar una historia de ti y de mí. Muchos años hemos caminado por la vereda, y sentados en los escalones de la entrada hemos contemplado las púas de los tejos caer como una lluvia fina sobre el jardín. Los tejos, ¿recuerdas? Todavía conservo la rama que me regalaste hace casi medio siglo, y ahora comprendo lo que entonces no tenía sentido a los ojos de un niño. Como los tejos, nuestro tronco se ha ahuecado, ha envejecido. Pero no te preocupes, porque al igual que hace este maravilloso árbol, ya estamos rellenando ese vacío con savia nueva. Y yo la voy a hacer crecer Graciela, otro tronco poderoso va a sustituir al antiguo, completando los últimos espacios en blanco. Pronto las paredes de nuestro hogar estarán repletas, y cuando ese momento llegue ya habré levantado otras vigas, otros muros, y muchas más estancias observarán el inexorable avance de mis pinceles sobre el lienzo.

Aquel día, el de la rama de tejo, en nuestra primera despedida, yo solo era un niño, pero ya sabía que te podía querer como ahora. Aún te veo allí plantada junto a la lechería de Amalia, frente a los cántaros de leche cruda. El sol de Agosto había dorado tu piel. Las toallas húmedas nos colgaban del cuello. Olíamos a piscina. Tus labios, rojos y grandes, ya tenían la belleza de tu adolescencia. Me besaste. En este mismo instante puedo sentir sobre mi piel la humedad esponjosa de tu beso. Un solo beso en la mejilla. A los ojos del resto podría haber sido un simple beso, inocente y casto. Pero no fue así. Tú lo sabes. Me ataste a ti para siempre. Una cadena invisible que me acompaña desde esa tarde. Una voz que me susurra al oído allá donde dirija mis pasos.  

Hoy, cuando el cielo se encienda, extenderemos las hamacas bajo la carpa y encenderemos las velas. Tú leerás un libro. Yo me sentaré a tu lado y veré tu rostro temblar bajo la luz de la vela. Luego me apoyaré en tu regazo y quedaré adormilado, mientras te escucho pasar las hojas y huelo la fragancia de las lilas que se mecen con la brisa en la distancia.

Otoño de 2050, 16 de Noviembre:

Me cuesta verte Graciela. A veces me cuesta. Otras, te veo clara. Tu cabello perlado y tu figura esbelta, que conserva la dignidad de antaño. Cuando me miras me sonríes y tu voz de niña me sorprende. Pero cada vez más, desde hace un tiempo, aparece la niebla. Una bruma fina que desdibuja tus rasgos, que me impide usar los pinceles con la frescura acostumbrada. Desesperado te busco, y a veces solo veo una sombra que se desliza entre jirones de niebla, hasta que desapareces. Cuando eso ocurre cubro el lienzo, agacho la cabeza y me apoyo en el bastidor. Aguanto ahí un instante. Me invade un cansancio enorme. Y me siento solo, terriblemente solo. La música no se escucha. Hace tiempo que dejé de acompasar el toque del pincel con la cadencia de las melodías. Exhalo un largo suspiro y salgo afuera. Allí me desplomo sobre las escaleras del porche, envolviendo las rodillas dobladas entre mis brazos. ¿Dónde estás Graciela? ¿Dónde?

Cae el día. El cambio de hoja juega con los colores al atardecer. Junto a los tejos de mi jardín unos prunos exhiben sus hojas sanguinolentas. Noto el frío en mis huesos. La humedad los hiere. De repente sopla un viento racheado. El césped mal cortado del jardín se estremece, las hojas muertas suben y bajan como cometas que han perdido el rumbo. Mi cuerpo se encoge. Froto mis manos contra las piernas. Ese golpe de viento ha sido un primer aviso. El invierno se acerca. Es un viento helado que viene directo de la montaña. Con algo de dificultad me incorporo. El calor del interior me hará bien. Lo agradecerán mis músculos entumecidos. Pero en ese instante algo me detiene. No doy crédito. De pronto me doy cuenta que hay una parte del jardín que no me resulta familiar. ¿Cómo es posible? Tantas veces Graciela y yo hemos paseado por la vereda. Conocemos cada tejo y sus nombres. Juntos levantamos el camino de piedra que lleva hacia la puerta de doble hoja. Los rosales los regamos sin que un día echasen en falta su agua y sin embargo, ahora, aquí de pie, a punto de entrar al calor del hogar, aparece ante mí un lugar que no muestran los cuadros. El césped se eleva justo a mis pies, en suave pendiente. A un lado, los peldaños de una escalera ascienden zigzagueando hasta la cima de un montículo. Lo que hay más allá para mí es un misterio. Sin saber por qué un temor irracional me estremece. Es un pinchazo que se inicia en la boca de mi estómago y se extiende después al resto del cuerpo. No conozco ese sitio, pero al mismo tiempo me resulta terriblemente familiar. Como si en realidad siempre hubiera estado allí y fuese yo quien lo ignorara. Sopla otro golpe de viento. El sol se ha ocultado tras Cabeza Mediana. Bajo la oscuridad creciente varias hojas arremolinadas aparecen por detrás del montículo y caen girando como diminutos murciélagos hasta rodear mis piernas. Luego dan varias vueltas y tocan el suelo. Las observo. Son hojas de pruno arrancadas de sus tallos. Parecen lenguas de sangre seca despidiéndose del otoño que se escapa. Me pregunto qué habrá más arriba. Probablemente una nueva postal donde pintarte Graciela. Un rincón privilegiado que nos pasó inadvertido. Inicio el ascenso. Pero de nuevo ese miedo irracional pincha la boca de mi estómago. Me detengo en el primer escalón. Quizás mañana. Sí. Mañana ascenderé los peldaños. Ahora me acomodaré en mi salón y le daré a mi cuerpo descanso.

Otoño de 2050, 28 de Noviembre:

Aún no he subido esos escalones. Tampoco he pintado. No te he pintado Graciela. Lo he intentado con la música. Ni siquiera “Strange Fruit” de Billie Holiday te ha arrancado de la niebla. Estás aún más lejos. Apenas te oigo caminar o suspirar entre los árboles. Ya no arrastras hojas con el viento. Y no te veo Graciela. No te veo.

Estoy fuera de la casa. Sostengo mi vieja cámara pegado a la Fuente de los Cuatro Caños. Me encanta esa fuente. Es el corazón del pueblo. Su piedra gastada respira la sabiduría de miles de historias que deben ser contadas. Tú y yo hemos bebido de sus caños y jugado con el agua fresca, salpicándonos, o simplemente dejando sus chorros deslizarse por nuestras nucas. También nos hemos acomodado en alguno de sus bancos, y su melodía continua nos ha acompañado muchas noches, en la quietud del verano. Y ahora te busco Graciela. Entre sus vetas. En el agua que cae. Busco un ángulo perfecto que me devuelva a ti. Que te traiga otra vez mostrándome tu eterna sonrisa. La grácil figura de tu cuerpo rasgando la niebla. Recorro la fuente por todos sus lados, desde todas las perspectivas posibles. Los vecinos me observan extrañados y en silencio. También curiosos. Parecen buscar al protagonista de mi apasionado esfuerzo. Sus miradas los delatan. Quieren ver más allá de la fuente. Como yo. Quieren que les cuente a quién busco. Pero, ¿a quién busco? ¿Cuál es su nombre? Tengo sus ojos negros clavados en mi mente. Viven en una oscuridad cada vez más densa. Casi la puedo masticar. ¿Quién da nombre a esos ojos? ¿Por qué en un momento siento que no sé qué hago allí? ¿Por qué disparo esta vieja cámara?

Bajo los brazos y arrastro los pies hasta caer sobre el muro del pilón. Allí me quedo tirado, la mirada perdida y mis manos temblando. Los vecinos murmuran unas palabras y continúan su camino. Junto a mí, el agua de los caños no cesa en su latido. Pienso que quizás sea hora de volver a casa. De refugiarme entre sus muros. A lo mejor en mi cobijo ella vuelve y me sonríe. A lo mejor me trae su nombre escrito. Así podré pintarlo sobre el lienzo más blanco. Solo su nombre. Sin más artificios. Se acabaron los atardeceres, y el paseo por la dehesa después de la lluvia, y la flor del cerezo moteando las aceras en la pequeña primavera. Solo su nombre. Elegiré el marco más bonito. Lo pondré en el sitio más visible y así nunca volveré a preguntarme dónde te has ido.

Otoño de 2050, 20 de Diciembre, cinco de la tarde:

He girado todos los cuadros. Los que no cuelgan de las paredes los he cubierto con sábanas. Mi casa se ha convertido en un espacio lúgubre y extraño, y no me siento parte de ella. Es como si fuese un intruso. Como si durante muchos años hubiera tomado posesión de algo que no me pertenece. Me he pasado los días, sin descanso, obcecado en borrar de mi vista todas las pinturas. No me reconozco en ellas. Me veo y sé qué soy yo, pero no sé qué hago allí, junto a esa joven o mujer o anciana que me acompaña. Sin duda es muy hermosa. Me doy cuenta que me he esforzado de veras, en cada pincelada, en mostrar todo lo que pueda reflejar su interior, o el simple paso del tiempo en sus rasgos a través de mis ojos. No ocurre lo mismo conmigo. Nunca soy el foco del cuadro, y aparezco siempre como difuminado. Son mis rasgos, pero estos no revelan nada. Ni alegría, ni frío, ni enfado…nada, y los colores están apagados. Hasta los paisajes del fondo se hacen más visibles que yo. Soy un mero espectador. Desconozco por qué me he incluido en los cuadros. En realidad desconozco muchas cosas. O todo. No sé quién soy. Solo que pinto. No sé cuánto tiempo llevo habitando esta casa, aunque sí sé que hace tantos años que ignoro qué otra vida llevaba antes, fuera de estas paredes. ¿Y por qué ella siempre está conmigo? ¿Y por qué solo en los cuadros y no junto a mí, ahora, en este porche frío?

En mi mano sostengo un papel enrollado. Está sujeto con una cinta. Es grueso. Seguramente un papel de dibujo. La hoja arrancada de un cuaderno. Debe ser muy antigua porque el papel se ha vuelto amarillo. La encontré hace unos días en el fondo de una torre de trastos acumulados durante años y aún no la he desenrollado. Me resisto a hacerlo. Quizás por la misma razón por la que no asciendo esos escalones. Es un temor irreverente. Una sensación de vértigo. Puede que sea la certeza de que tras el último peldaño o sobre el papel extendido, encontraré la respuesta a todas mis preguntas.

¿Y si no puedo soportar la verdad? ¿Y si lo que veo me aterroriza tanto que hace que pierda la cordura? Mis manos tiemblan cuando mis dedos tiran de la cinta y el papel se estira con un ruido apergaminado. Tengo los ojos cerrados. Los abro con lentitud, como un ciego que hace años perdiera la visión y después de una operación le quitaran las vendas, y se resistiese a levantar los párpados por miedo al fracaso más absoluto.

Examino la lámina. Al principio, lo que veo, no me dice nada en particular. Es un dibujo a carboncillo. Un retrato inacabado. Los delicados rasgos de una niña se adivinan en una composición que va poco más allá de un boceto. Sus trazos, aunque reflejan cierto estilo, resultan infantiles. Creo que fue un niño el autor del dibujo. Mejor dicho, estoy seguro. Sí. Porque ese niño soy yo. Es curioso, pero en esos escasos trazos reconozco la esencia de mi pintura. Luego la he adornado, la he embellecido según he ido experimentando nuevas técnicas y sensaciones. Pero después de todo, la esencia sigue ahí, imborrable al paso de los años.

La examino con mayor detenimiento. Me tomo el tiempo necesario, y entonces ocurre. Yo conozco a esa niña. Sus ojos sí están terminados. Ojos negros y grandes que traspasan la hoja apergaminada. Aquel día, junto a la lechería de Amalia podría haberle correspondido con mi regalo, con el retrato terminado. Pero aún no estaba completo. Recuerdo que era apenas una sombra de lo que quería conseguir. Quería pintar a Graciela de forma que ni el mismo Miguel Ángel pudiese igualar el resultado final. Por eso nunca llegó a sus manos, y también porque se fue antes de tiempo. Agosto coleteaba y ella me sorprendió con su despedida. Ya no la vería hasta el siguiente verano.

Graciela. Así que eres tú a la que pinto. La que me acompaña en todos los momentos. Bien joven y lozana, haciendo el amor enredados entre las sábanas del cuarto, o anciana, de inusitada belleza, cogiéndome el brazo por la vereda. Pero es muy extraño. Ahora podría dibujar o escribir cada sensación de todos los segundos vividos en nuestra primera despedida. Si pienso en las palabras que nombraste, o en cómo caía la luz en tu cara, pues ya moría la tarde de Agosto, o en el dolor que sentí cuando al fin te giraste y echaste a andar sin volver el rostro, todo lo desgranaría pincelada a pincelada, o sílaba a sílaba sobre el espacio en blanco y, sin embargo, nada, absolutamente nada puedo recordar de lo vivido contigo a través de esas pinturas que saturan todos los rincones de mi hogar. No me conmueven, porque siento que en realidad yo nunca he estado allí, ni que tú seas real. Tan solo el producto de una mente enferma. Graciela, ¿por qué te ocultas? ¿Por qué no soy capaz de saber qué vida hemos llevado?

Levanto la mirada del dibujo y la fijo directamente en los escalones que coronan el montículo. Veo claro que tengo en mi mano la mitad del mapa del tesoro. Este dibujo infantil que te ha vuelto a traer. La otra mitad la encontraré cuando ascienda los peldaños, así que salgo del porche y sin pensarlo muevo las piernas como un autómata mirándome la punta de mis zapatillas hasta alcanzar la cima. Solo entonces me atrevo a dirigir la vista al frente.

A mis pies se extiende una piscina cubierta de cieno y agua negra. Muchas de las losas que la rodean están partidas, las escalerillas oxidadas y la mala hierba crece a sus anchas en esa parte del jardín. Nadie ha pisado aquí en años, y sin embargo, yo me he zambullido en esta piscina.

Cuando junto las dos partes del mapa y comienzo a ver un pequeño hilo de donde tirar, todo cobra su sentido, mi mente se abre y mis rodillas se doblan, y caigo con las palmas apoyadas sobre el suelo. Veo mi cara reflejada en el agua negra. Una sombra grotesca de mí mismo. Como la vida que he tenido desde la fatídica noche. Sí. También podría pintar esa noche pincelada a pincelada. Ocurrió cuatro veranos después de nuestro primer encuentro. Por fin nos besamos. Yo no pensé que algo así pudiese suceder. Percibir la calidez de tus labios sobre los míos. La emoción de sumergirnos en esta piscina, de colarnos en esta casa que no nos pertenecía, y en el agua clara abrazarte y sentirte después de tantos ruegos hechos en vano verano tras verano, desde el día en que te apareciste con tus piernas de alambre en mitad de la plaza del mercadillo. Sí. También fue la noche en la que te perdí para siempre. Aquella en la que descubrieron nuestro secreto. Para ellos éramos unos intrusos, para nosotros aquel lugar casi nos pertenecía por derecho. Todo ocurrió muy rápido. Te asustaste y resbalaste. Tu cabeza golpeó con el borde de la piscina y tu cuerpo inerme flotó como una balsa sobre el agua. Ahora recuerdo cómo me abalancé sobre ti y cómo no pude hacer más que llorarte. Revivo la escena con total nitidez, siento el ahogo y la angustia, me cuesta respirar, mi rostro se contrae en un gesto de dolor. Esa noche me convirtió en lo que ahora soy, un ser desdichado, un fantasma que ha pasado por la vida de puntillas, un actor en su decorado de cartón piedra.

Ese debió ser el último cuadro. Pero nunca lo pinté. Lo había borrado de mi memoria. Si no hubiese sido así, yo no habría vuelto tiempo después a Moralzarzal, esclavizado por tu recuerdo. No habría comprado aquel lugar maldito, ni construido una vida vacía a partir de una mentira. Tú solo has existido en la mente de un loco Graciela. Un loco que te ha perseguido día y noche entre la niebla y que ahora, al final del camino, se ha dado cuenta de la terrible verdad.

De nuevo observo la sombra grotesca de mi rostro en el agua negra. Me dan ganas de mezclarme con el lodo, de tragarme el agua sucia, de poner fin a una existencia caricaturesca. Aún sostengo el dibujo en mis manos. Lo miro con odio, lo rompo en pedazos y los lanzo tan lejos como puedo. Los trozos vuelan mezclados con las hojas encarnadas de los prunos hasta caer sobre el cieno del fondo de la piscina. Luego, noqueado, sin apenas fuerzas para mover un músculo, arrastro mi cuerpo escaleras abajo y entro en el salón diáfano. Ya solo me queda una cosa por hacer.

Otoño de 2050, 20 de Diciembre, ocho de la noche:

Me despido de ti, Graciela. Para siempre. Prendo fuego a mis lienzos. A mi vida. Ya nada más puedo decirte. Estoy tumbado sobre la hierba. Siento su frescor en mi cuerpo desnudo mientras contemplo la fachada del que ha sido mi hogar. Sus ventanas escupen humo y fuego. Los cristales estallan, la madera cruje y las vigas se vienen abajo consumidas por el calor, y dentro mis pinturas se evaporan. Los lienzos que tanto amé, los pinceles que tantas tardes alimentaron nuestra quimera. Adiós Graciela.

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