La piedra escondida
Ayer me levanté de nuevo rodeado de
caos. Igual que dos semanas atrás, y que hace dos años. En realidad creo que
esa sensación ha vivido dentro de mí desde que me regalaron el primer juego de
construcción. Sus piezas grandes y de llamativos colores terminaban
desparramadas por cualquier rincón del cuarto, y rara era la ocasión en la que no
acababa echando en falta un arco apuntado o el tejadillo de algún torreón.
Aquel construible se ha transformado
en una mesa de estudio invadida por un ejército de folios, un ordenador moteado
por miles de partículas de polvo, libros tachonados con toda una amalgama de
anotaciones en los márgenes y una papelera que vomita un montón de pelotas arrugadas
procedentes de una vieja impresora.
Me asquea tanto desorden. La pila de
objetos inservibles engorda cada día, sin que ninguna historia repose tranquila,
con sus personajes liberados del conflicto que ya desde las primeras líneas de
la primera página, se esfuerzan por gritar a viva voz.
Ayer, de madrugada, después de pasar
de puntillas por este paisaje desolador, decidí despejarme y salir a caminar
por la playa. El cielo reposaba oscuro en el horizonte y el mar moría en una
línea aún invisible. La tierra se deshacía bajo mis pies, dejando su rastro en el
borde de mis tobillos. Paseé durante horas, abrazando el viento de poniente,
hasta que el cielo enrojeció a lo lejos y el sol clareó las ondas de espuma que
quedaban varadas en la orilla.
Entonces la vi. Coronaba un
montículo de piedras grises que parecían cimientos deshechos de algún derrumbe
provocado. A diferencia de ellas, estaba vestida de blanco roto, y un conjunto
de cintas ribeteadas en rosa la envolvían cayendo laxas alrededor de su cuerpo.
Quedé maravillado. Me acerqué expectante y la sostuve entre mis manos. Era
suave. La alcé y la luz rebotó en todos sus ángulos. Sus ojos brillaron. Miles
de destellos que me seducían mientras giraba lentamente su torso. Acerqué mis
labios y la besé. Ella me sonrió. Su piel respiraba el aroma del mar, y la sal prendía
de sus cabellos. Pero me asusté, y la posé sobre el montículo de piedras. Fue
una acción inmediata. Hecha sin pensar. Aprendida desde niño, desde que
pusieron en mis manos aquel construible de múltiples colores. Entonces una ola la
golpeó y su figura se nubló bajo la fuerza de miles de gotas saladas.
Desapareció.
Esta noche no he dormido, preguntándome
por qué lo he hecho. Por qué la he abandonado bajo la sombra velada del mar. He
pensado que me hubiese gustado tenerla junto a mí, sobre la mesa del
escritorio. Protegiendo el borrador de alguno de mis relatos. Cuidando de los
caminos aún por recorrer de sus inquietos personajes.
Seguramente habrá quedado atrapada
para siempre en el lecho marino, o a lo mejor habrá escapado, y estará
calentándose en lo alto de una duna de arena blanca. Quizás sí. Me he levantado
a toda prisa pensando en encontrarla y he caminado durante horas. Descalzo.
Como un sonámbulo. Mirando entre las sombras y a través de los murmullos de la
espuma al retirarse. Nada. Finalmente me he sentado, entre el desierto de dunas
y el mar, con la mirada perdida, y unas lágrimas de sal colgando en mis ojos. El
sol me ha quemado y ha caído sobre mí como una plancha de acero.
Hace tan solo unas horas que he
decidido marcharme, arrastrando las piernas, con los hombros hundidos, camino
del caos de mi cuarto. Entonces ha aparecido. De nuevo en lo alto de un
montículo de piedras grises.
He corrido hacia ella. Pero me he
parado. Apenas un segundo, un parpadeo, una duda insignificante. Sí. Lo suficiente
para perderla de vista. Otro golpe de mar la ha hecho desaparecer. Las piedras
han chocado unas con otras, cantando a coro. Una voz clara se ha elevado por
encima del resto. Me he quedado inmóvil, esperando la ola en retirada. Todo se
ha despejado, como un mar de nubes al abrirse, y me he lanzado hasta cogerla en
mi mano. Su tacto me ha calentado, ha rellenado cada recoveco de mi piel.
Mi escritorio se asoma a través de
un ventanal al sol del atardecer. Lo primero que iluminan los rayos es su
figura elegante. Los personajes de mis cuentos encontrarán el descanso que
merecen. Pienso en mi juego de construcción. Sus piezas están ensambladas y todas
respiran en perfecta armonía, con las almenas y los tejados rojos apuntando al
cielo. Hoy dormiré tranquilo, sabiendo que ella me vigila.
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