domingo, 5 de marzo de 2017

Mis escritos: "El Dragón de la Niebla". En noviembre de 2010 finalicé el Dragón de la Niebla. Este no es el primer escrito en el que denuncio el asunto del maltrato de un ser humano hacia otro ser humano. El ejercicio de la violencia gratuita. El abuso. La anulación del otro.
Además, en este cuento, introduje realidad y fantasía. Fantasía como escape; incluso como deformación de la realidad.


El  Dragón de la niebla


El día que me enteré de la muerte de mi padre fue hace apenas un año, un mes de julio, mientras pasaba de refilón una de las páginas del dominical tratando de localizar la sección deportiva. “Achueta Achueta” me pareció leer, como en un parpadeo, antes de aterrizar de lleno sobre la clasificación general del “Tour de France” y el artículo que se hallaba impreso justo a su izquierda. Sí, de nuevo un español coronaba primero la cima del “Tourmalet”, de ahí a ganar la ronda gala un paso… “Achueta, Achueta” pensé de repente, como si una vocecilla incómoda se obcecase en impedirme leer la gesta de nuestro compatriota. Entonces levanté unos segundos la vista del periódico y reflexioné en voz baja. “En verdad no suele ocurrir que alguien lleve ese apellido, y menos si van dos pegados” me dije. Abandoné la épica y maltraté unos instantes el dominical hasta dar con la página que buscaba. Resultó ser la sección de esquelas. Se trataba de una letanía de no más de veinte nombres y apellidos impresos con una tinta negra más ancha de lo habitual. Justo en mitad de la lista lo localicé. “Juan Ramón Achueta, Achueta, falleció en Madrid, a la edad de sesenta y seis años”. Eso era todo. Tan solo aquella frase lapidaria que indicaba el final de una existencia. Después de diez años sin saber de mi padre un trozo de papel me anunciaba junto a un café y unas porras su última heroicidad: morir. Permanecí un buen rato inmóvil, observando detenidamente cada letra, como si aquel ejercicio absurdo me fuese a dar algo más de información. Entonces esbocé una leve sonrisa ironizando sobre lo absurdo de aquello. Necesitaría mucho más que una frase para explicar toda una vida, y quizás, los últimos diez años, eran los que menos importaban.

Pedí otro café. Aún quedaba una hora para mi cita de las diez, pero yo como siempre, nada más despertar, no podía evitar salir disparado en busca de mi ritual mañanero. Un buen afeitado, una ducha bien fría, el paseo matinal y mi más que merecido café con porras en El Capricho, probablemente el lugar más concurrido de todo el pueblo de Cerceda en aquella hora temprana. Un auténtico teatrillo. El sonido de las cucharillas oreando el aroma de las tazas, el rugido chirriante de las máquinas dejándose querer por un público expectante, y el trasiego de los camareros haciendo bailar las bandejas en mitad del caos.

Desde mi sitio privilegiado afuera en la terraza, podía distinguir los campos que se extendían más allá de la carretera. Dehesas de encinas doradas por el sol del verano, y más allá de la campiña, elevándose majestuoso sobre las tierras altas, el fondo gris y azulado de las montañas de la sierra de Guadarrama. Conocía muy bien aquella comarca, cada camino, cada trocha que serpeaba entre prados y roquedos. Había explorado sus sotos, buscando detrás de cada árbol. Había recorrido las riberas de los arroyos, ocultándome junto a algún regato donde los jabalíes se acercaban para saciar su sed. Sí, yo era de allí, de aquellas tierras. Moralzarzal se llama el pueblo donde nací, un municipio muy cercano a aquel donde me encontraba, hojeando las páginas de un periódico, observando unas letras frías y sobrias que me anunciaban el fallecimiento de mi padre. Y entonces ocurrió algo. Como cuando un ser anónimo nos roza en un cruce fugaz y la estela de su perfume evoca en nuestra memoria el pasado de toda una vida, sucedió que allí sentado, con el periódico en la mano y la primicia necrológica trillando mi mente, recordé, nítida como el repicar de una campana, la primera vez que se apareció ante mí un duende. Sí, he dicho un duende. Fue hace muchos años, en Moralzarzal, en la Dehesa de Abajo, mientras buscaba renacuajos en las charcas. Yo solo era un niño de ocho primaveras y él, un hombrecillo de no más de medio metro, que me miraba desde unos ojos casi transparentes que reflejaban el torbellino de un salto de agua.

Recuerdo que también era verano, y que el sol caía como una llama sobre las hierbas altas. Apareció junto a unos zarzales, vestido de arriba abajo con ropas azulonas de todas las tonalidades posibles. Tenía cara de niño, y las orejas puntiagudas, y sus cabellos plateados reverberaban bajo el color encendido del campo. Entonces el sol comenzó a esconderse por detrás de los cerros y las sombras alargadas de los árboles se extendieron por los pastizales. Él continuó mirándome, con sus ojos de cascada y su diminuto cuerpo, tieso e inmóvil bajo el palio del atardecer. Finalmente habló, y de su garganta emergió una voz clara, como la del agua que pule el remonte de los ríos arriba en la montaña.

_ ¿Tú eres Simón verdad?, ¡sí!, ¡sí!, eres Simón. Yo soy Isput, tu duende y debes seguirme, ¡ahora!_ dijo dirigiéndose a mí y acto seguido echó a correr por la dehesa, su pelo de plata brillando entre las espigas, hasta perderse entre dos altos fresnos rodeados de maleza.

Pasó un buen rato hasta que conseguí moverme del sitio. Simón era mi nombre y aquel ser maravilloso me estaba buscando. Quedé fascinado, siempre sospeché que en la Dehesa de Abajo ocurrían cosas extraordinarias. No había ocasión en la que junto a uno de sus arroyos o sentado bajo una encina, dejara de percibir con inquietud la sensación de que estaba siendo observado. Entonces miraba de reojo, esperando el momento oportuno para descubrir a mi espía, hasta que inevitablemente, siempre en el último instante, giraba la cabeza y nada encontraba más allá que otra nueva desilusión.

Con una mezcla de alegría y temor hormigueando en mis piernas me apresuré hacia los dos fresnos. Éstos estaban rodeados de zarzales y de espigas que se elevaban por encima de mi cabeza. Crecían muy juntos y sus copas se enredaban arriba, formando un techo de ramas entrelazadas. En mitad de aquella especie de selva en miniatura encontré un pequeño hueco entre los zarzales. Un túnel que me llevó hasta la base de los dos fresnos. Justo entre sus troncos, hallé una roca de granito clavada en el suelo. Medía poco más de dos metros y tenía forma alargada. “¡Que curioso!”, pensé. “No conocía aquel sitio, y seguro que había pasado por delante cientos de veces”. Agitado, miré alrededor, pero nada, ni rastro del hombrecillo. Tan solo la oscuridad difuminando cada detalle. Me marché decepcionado, pensando que quizás había desperdiciado una ocasión irrepetible.



*          *          *



Isabel, mi hermana pequeña, acudió a mi cuarto con la nariz llena de mocos y su viejo osito cogido por una de las patas. Tenía el pelo enmarañado y dos lágrimas hinchadas se abrían paso por sus sonrosadas mejillas. Se acercó y me abrazó, apoyando la frente en mi pecho. Entonces solté mis viejos soldados medievales y le correspondí con otro abrazo. Luego ella se despegó unos centímetros y con sus diminutas manitas me tapó las orejas. Yo hice lo mismo con las suyas mientras acoplábamos las miradas y examinábamos cada detalle de nuestros ojos. Y así sucedía cada vez. Pasaban los minutos e Isabel contaba cada mancha de mis iris y yo me sumergía en el verde mar de los suyos, hasta olvidarme de que detrás estaba ella, asiéndome como a un salvavidas. El osito y los soldados medievales nos observaban pacientes, ya acostumbrados a aquel tipo de desplantes. Aún así, para mí nunca era suficiente, aunque Isabel sí se tranquilizaba. Al final su respiración recobraba poco a poco el ritmo pausado e incluso a veces asomaba una leve sonrisa en sus labios. Por eso yo nunca me movía, sino que le correspondía con otra sonrisa cosida en el rostro. Pero yo seguía escuchando, más allá de las manitas de mi hermana, y de las paredes de mi cuarto. Escuchaba  los gritos de mi padre, cuando venía de hacer la ronda del aperitivo, después de haber recorrido cada bar de la calle de la Huerta.

Entraba en casa trastabillando y haciendo todo tipo de ruidos con la garganta. Toses, carraspeos. A veces escupía en mitad del rellano. Al principio hacía falta que mi madre le recordara lo tarde que era para que él le gritara, haciéndole mención de lo duro que trabajaba toda la semana como para no poder tomar unas cuantas cañas con sus amigos. Después se animaba él solo, anticipándose a cualquier queja, por tímida que fuera. Le dedicaba todo tipo de improperios, persiguiéndola por la cocina y gritándole al oído.

“¡Debes ser la única que andas jodiendo!” le decía “¡Seguro que soy el hazmerreír de todos mis amigos! ¡En cuanto me doy la vuelta se deben descojonar!”.

Mi madre no contestaba. Seguía a lo suyo, intentando ignorar sus humillaciones, hasta que servía los platos de porcelana y nos sentábamos los cuatro a la mesa, todos en silencio, mirando fijamente la comida. De vez en cuando mi padre se levantaba nada más empezar dando un sonoro puñetazo sobre el tablero. El agua se derramaba de los vasos y si había guiso, el caldo nos salpicaba, estampando lunares marrones en el mantel.

“¡Ya se me ha quitado el hambre!, ¡hostias, por tu puta culpa!” le increpaba a mi madre, señalándole con el dedo. Luego se marchaba dando un portazo, subía las escaleras a trompicones, se desplomaba sobre la cama del cuarto y allí permanecía durante horas, exhalando los vapores del alcohol.

Entonces la cocina se volvía pesada, inerme, como si nosotros mismos formáramos parte del mobiliario. Éramos objetos sin vida, pequeñas tazas de café reposando en los anaqueles, calendarios con bodegones colgados de la pared. Continuábamos con la cara pegada al plato, entreviendo los caballitos pintados del fondo. “Terminaos la comida” susurraba mi madre a media voz. Luego se levantaba e iba hacia el fregadero, dándonos la espalda y allí se secaba las lágrimas con el paño de cocina sin decir una palabra más.



*          *          *



La segunda vez que vi al duende estaba subido en la roca, entre los dos fresnos. Directamente me acerqué a él y entonces, con uno de sus minúsculos dedos, dibujó un marco fosforescente sobre la superficie de la piedra. Una puerta apareció sobre el granito.

_ ¡Hola Simón!, soy Isput, ¿me recuerdas?_ dijo mi amigo invitándome a pasar _ Ahora debes venir. Se nos acaba el tiempo. Ella pronto será engullida por el Dragón.

No lo dudé. A través de túneles estrechos seguí al duende, sin perder de vista su rastro plateado, hasta salir por el tronco de un gran sauce al claro de un bosque donde la floresta brillaba con las luces de la primavera. Desde lo alto de un risco, a poca distancia, una cascada de hilo fino se derramaba en un estanque dorado, levantando velos de espuma. Alrededor, la niebla se extendía a jirones por entre los troncos blancos de unos abedules. Colgados bien de finas ramas, sobre tocones o entre los juncos de la floresta, decenas de hombrecillos me observaban curiosos, hablando e interrumpiéndose sin cesar. Isput, decidido a terminar con la algarabía, caminó unos metros con los brazos en alto conminándoles a guardar silencio. Después, cuando al fin el estruendo se convirtió en murmullo, me señaló y pronunció en alto unas palabras.

_ ¡Simón el valiente ha acudido en nuestra ayuda! Él arrancará a la Dama de las garras del Dragón o de lo contrario, la brisa dejará de deslizarse sobre las flores y nuestra Cascada se secará para siempre. ¡Viva Simón! ¡Viva nuestro protector!

Acto seguido, todos los duendes corearon cientos de “hurras” y “vivas” en mi honor, sin cesar de hacer continuas cabriolas y reverencias. Isput avanzó hasta mí y besándome la mano me dijo con voz solemne:

_ Yo te guiaré a través de los caminos. Seré tu humilde servidor. La Dama nos espera.

Luego, abrió un cofre tachonado de piedras preciosas y extrajo de su interior un objeto envuelto en un lienzo inmaculado. Lo destapó de manera ritual y ante mis ojos apareció una bella espada guarnecida de rubíes y esmeraldas. Me la tendió.

_ Ella te ayudará a dar muerte al Dragón _ me dijo _ Esta es la Espada de las Espadas.

La cogí entre mis manos y miré más allá de los confines de aquel país.

_ Llévame hasta ella_ le ordené.



*          *          *



La primera vez que vi a mi padre pegar a mi madre fue en su cuarto. Yo les espiaba por la rendija de la puerta. Me habían despertado los gritos. Por suerte Isabel dormía. Fue una bofetada seca, en pleno rostro. Nunca olvidaré la mano ruda y callosa de mi padre estrellándose en su cara. Mi madre ni siquiera alzó los brazos, quizás porque a pesar de tantas vejaciones no lo creía capaz de tanto. Aterrizó en el suelo, como un muñeco roto y permaneció allí sentada, medio desnuda, esta vez sí, con el codo en alto y los ojos cerrados, como esperando otro golpe. Mi padre la miraba desde arriba, con desprecio.

_ Tú me quieres matar a disgustos desgraciada _ le oí decir _ ¡No vales nada! Ni siquiera para darme un poco de alegría de vez en cuando. Luego no te extrañe si me alivio por ahí en cualquier bar de carretera. Seguro que se portarán mejor que tú, aunque solo sea por el dinero…

Mi madre bajó el codo y hundió el rostro en las manos sollozando con tal angustia que parecía salirle de las mismas entrañas. Luego se quedó hecha un ovillo, tendida en el suelo del cuarto, meneando su cuerpo sincrónicamente, como activada por alguna especie de mecanismo.

_ Di que sí. Ahora llora _ le contestó mi padre _ Hazte la mártir. ¡Que parezca que soy yo el malo!

Desde aquel día, nuestro hogar se fue haciendo silencioso. Mi madre dejó de salir. Llamaba para que le trajeran la compra a casa. No quería encontrarse con sus amigas porque cada vez le costaba más disimular los moratones. Al principio insistieron, pero con el tiempo acabaron por aburrirse y el teléfono sonó cada vez menos, hasta convertirse en un objeto inútil en la casa. De vez en cuando llamaba su madre, que andaba lejos, en Andalucía, y poco más, ya que no tenía hermanos ni padre. Las pocas veces que salía de la cocina se sentaba en uno de los sillones del porche, desde donde se podía ver la torre de la iglesia y los campos de ganado que se extendían hasta la carretera que unía Moralzarzal y Villalba. Isabel y yo la observábamos desde la ventana de mi cuarto, arriba en el segundo piso.

Mi madre era una mujer guapa. O por lo menos lo había sido. Tenía el cabello negro y largo y sus ojos eran redondos y oscuros. “Belleza andaluza” decía mi padre, cuando aún la respetaba. Y ella le sonreía, y su rostro se le iluminaba como a una chiquilla al concedérsele un deseo.

“Vaya cara que puso vuestra madre cuando vio esta casa por primera vez” nos decía en repetidas ocasiones “parecía una princesita en su castillo”. Y yo supongo que era cierto, porque era una casa grande de piedra, de muros gruesos, rodeada por una parcela amplia que nos aislaba del resto del mundo. Buena herencia que dejó mi tío abuelo a su sobrino después de que la parca se lo llevara. Y por un breve tiempo, nos reímos los cuatro, y mi madre creyó ser feliz, viendo a sus hijos corretear entre los sembrados de tomates y los pollos de los corrales. Pero solo fue eso, un tiempo fugaz, lo que tarda la flor del almendro en marchitarse y ser barrida por el viento.

Pronto nadie cuidó del huerto, y los pobres animales sucumbieron al abandono. Después la mala hierba creció y se fue apoderando de cada rincón, hasta que el propio terreno de la parcela se confundió con la ladera del monte que lindaba con la casa. Nunca he sabido por qué mi madre consentía las palizas. Quizás por nosotros, o por cobardía o porque no tenía donde caerse muerta. Lo ignoro. Pero Isabel y yo pensamos que aquel era el estado natural de las cosas, y así lo aceptamos, recluidos en un mundo de sombras grises, donde tan solo el “tic tac” del enorme reloj del salón nos advertía de que el tiempo discurría lento pero inexorable.

Por suerte para mí, mis amigos no me abandonaron. Ni yo a ellos. Recorrí incansable sus dominios, en busca del Dragón, junto a mi fiel compañero Isput y la Espada de las Espadas. Fueron incontables las aventuras vividas y las ocasiones en que estuvimos a punto de rescatar a la Dama, pero por desgracia, en el último instante, el Dragón siempre se escapaba invocando un hechizo que esparcía un mar de niebla a su alrededor. En nuestros viajes nos topamos con criaturas increíbles. Gigantes de más de cinco metros, árboles parlantes, enanos de las colinas, ninfas de los lagos y otros tantos seres que ahora sería incapaz de describir, y a nuestro requerimiento todos respondían lo mismo: “El Dragón pasó ayer por este lugar, llevaba a la Dama amarrada en su cresta”.

Una tarde Isput se derrumbó sobre una piedra, sus orejas puntiagudas se habían plegado y sus cabellos no refulgían sino que parecían de plata envejecida. Me miró con ojos tristes, éstos también habían cambiado, ya no eran de catarata, eran acuosos, como de agua turbia y sus ropas azulonas estaban apagadas.

_ La Cascada se secará y todos nosotros desapareceremos _ sentenció _ tú debías rescatar a nuestra Dama. Eras tú Simón, nuestro protector.

Yo lo miré abatido, pero ninguna palabra de consuelo salió de mis labios.



*          *          *



Cuando en la mañana de mi décimo cumpleaños Isabel entró en mi cuarto, supuse que era para darme un beso y tirarme de las orejas. Pero me equivoqué, no tiró de ellas, sino que las cubrió con sus manitas y me miró fijamente a los ojos, buscando la forma de las nubes en las motas de mis iris. Yo la aparté suavemente y le acaricié el pelo.

_ No te preocupes Isabel, este juego no sirve si hay silencio.

Pero ella ignoró mis palabras y volvió a posar sus manitas en mis orejas. Yo le agarré por las muñecas y ella se resistió. Me miraba fijamente, sin pronunciar palabra. Entonces supe que algo ocurría.

Salí del cuarto y bajé muy despacio las escaleras. Isabel me seguía, amarrándome con fuerza el pantalón del pijama. Me dirigí a la cocina. El dial de la radio murmuraba una vieja canción de Soul, pero nada más se escuchaba, salvo nuestros vacilantes pasos.

Al principio no vi nada, hasta que dirigí la vista al suelo. Allí encontré a mi madre, vuelta de espaldas y con un cuchillo clavado entre los hombros. Sus cabellos estaban sueltos, le cubrían el rostro y se mezclaban con la sangre que discurría lenta entre las losas de mármol. No me atreví a tocarla. Cogí a Isabel de la mano y la llevé hasta el teléfono, allí marqué un número al azar. Después de unos cuantos tonos respondió la voz de una mujer. Yo me quedé en silencio escuchándola. Cuando parecía que iba a colgar me atreví a pronunciar unas palabras.

_ Mi madre está  muerta. Él se lo hizo – dije.



*          *          *



Aquella misma noche atravesé los túneles de la Dehesa de Abajo decidido a rescatar a la Dama. La Espada de las Espadas me acompañaba, aunque esta vez, Isput, mi fiel compañero, me había abandonado. No tardé en dar con el Dragón. Lo encontré en el fondo en una trampa para dragones, los unicornios de cuerno azul lo habían apresado. Yacía malherido, una de sus enormes alas se había quebrado y todas sus crestas permanecían erizadas. Cuando me asomé al agujero me miró con rabia. Sus ojos amarillentos destilaban rencor incluso en aquella hora fatal.

_ ¿Dónde está la Dama?_ le pregunté.

Él cerró los ojos, como si estuviera dormido.

_ ¡Contesta!_ le exhorté alzando la Espada de las Espadas_ ¡Hazlo o acabo aquí mismo con tu vida!

Entonces, aunque no inmediatamente, el Dragón abrió un ojo y respondió. Su voz resonó dentro del foso como miles de piedras encendidas entrechocando unas con otras.

_ ¿La Dama? ¡umm! La Dama, sí…_ hizo una pausa y luego enseñó varios de sus afilados dientes, en lo que parecía una sonrisa. _ ¡Vaya!_ continuó _ creo que llegaste tarde muchacho, lo siento, pero me temo que tu Dama nunca regresará a su Cascada _ sentenció por fin, mientras deslizaba una lengua viperina por varios de sus colmillos.

Yo me lo quedé mirando, con la Espada de las Espadas en alto. Quería saltar sobre su cabeza e incrustar mi acero hasta lo más hondo se aquel ser malvado. Pero no pude. Caí de rodillas, con la Espada de las Espadas clavada en el suelo, sollozando desconsolado bajo la mirada despreciable del maléfico Dragón.

Los túneles de vuelta me parecieron más oscuros que nunca, hasta que al final aparecí entre los dos fresnos e hice el camino de vuelta a casa.



*          *          *



Pasaron veinticinco años desde aquella trágica mañana hasta el momento en que me hallaba sentado en la cafetería El Capricho, observando los campos más allá de la carretera. El ofrecimiento de uno de los camareros preguntándome si necesitaba algo más me sacó de mi ensimismamiento. Miré el reloj. Me di cuenta de que ya eran las diez. La hora de mi cita. Y entonces, a lo lejos, las vi aparecer. Mi hermana Isabel y mi madre caminaban directas hasta mi sitio. Cuando llegaron se inclinaron, me dieron un beso y tomaron asiento en la mesa. Lo hacíamos siempre que podíamos. Ellas recorrían sus cinco kilómetros de Moralzarzal a Cerceda. Luego desayunábamos y después de una hora las acercaba con mi coche de vuelta a Moralzarzal. Más tarde regresaba a mi casa, para disfrutar de mi mujer y mis hijos.

Durante aquel desayuno, las noté especialmente contentas, hasta que descubrí el motivo. Isabel estaba embarazada. Nada más recibir la noticia nos fundimos en un fuerte abrazo y de paso, derramamos los cafés. Las cucharillas saltaron por los aires. Reímos en voz alta. Parte de mi periódico se tintó de una mancha marrón. Pero mi madre estaba en todo. Lo cogió con una mano antes de que se echara a perder.

_ ¡Vaya!_ dijo sorprendida_ no sabía que eras aficionado a leer las esquelas.

Tan rápido como pude le quité el periódico de las manos y lo doblé por la mitad.

_ Ha sido casualidad _ respondí, mostrando indiferencia. Luego le pregunté a mi hermana _ ¿Y cuando sabremos si es niño o niña?

Mientras Isabel me respondía observé a mi madre y la vi feliz. Estaba feliz. En realidad hacía ya mucho tiempo que había vuelto a sonreír. Quizás era yo el que necesitaba liberar las sombras del pasado. Aún debía resolver cierto asunto.



*          *          *



Después de tantos años, aquella misma tarde regresé a la Dehesa de Abajo. Me acerqué con temor a los dos fresnos, que seguían allí, majestuosos, indiferentes al paso del tiempo. Cuando llegué hasta la piedra me pareció escuchar un leve murmullo en el techado de las ramas, como si cientos de hojas me dieran la bienvenida alegrándose de mi vuelta. Isput me estaba esperando, erguido sobre la roca. Atravesamos juntos los túneles. Su melena reverberaba con más intensidad que nunca, y sus movimientos eran tan rápidos que me costaba seguirlo a través de los corredores. Era como si fuese más joven y tuviera más energía que la primera vez que lo vi. Pero por fin rebasamos el umbral y alcanzamos el claro. Todos aguardaban mi llegada. Miles de duendes se inclinaban ante mí haciendo continuas genuflexiones. En lo alto del risco, la Cascada derrochaba hilos de plata sobre el estanque dorado y entre los abedules blancos apareció la Dama, escoltada por dos unicornios de cuerno azul. Vestía de blanco impoluto y un aura argéntea le rodeaba. Cuando llegó hasta mí, se inclinó y me besó la mano.

Me ruboricé. Intenté decir algo, pero tan solo conseguí balbucear unas cuantas palabras.

_ Pero tú habías…Él dijo que la Cascada…

Ella sonrió, y posó dos de sus dedos en mis labios.

_ Él era un embaucador, como todos los dragones _ contestó la Dama sin dejar de sonreír _ Así lo dicen los cuentos de fantasía.

_ ¿Y cómo conseguiste escapar?_ le interpelé.

_ Tú me liberaste.

_ ¿Yo?, pero si no hice nada Dama. Tú ya no estabas allí, y yo me arrodillé…

_ Llegaste hasta él Simón. Con eso era suficiente. Ahuyentaste la niebla y cumpliste tu misión. ¿Recuerdas? Eres Simón. Nuestro protector.

Me tomé un tiempo para pensar. Luego pregunté.

_ Hablas en pasado, ¿dónde está él ahora?

_ No está _ contestó la Dama dulcemente_ Hace mucho tiempo que se marchó. Sólo que tú no lo sabías.

_ ¿Y ya no volverá nunca?

_ Nunca Simón. Por fin lo has expulsado. Cuando cruzaste el umbral. Ahora podremos celebrarlo como mereces. Todo está preparado. El Dragón no volverá a molestarte.

La Dama se levantó y me besó las mejillas, luego caminé junto a ella hacia el centro de la floresta y a nosotros se unieron los duendes, los unicornios de cuerno azul y otras muchas criaturas venidas de reinos lejanos. Aquella noche hubo una gran fiesta junto al estanque dorado. La música de la Cascada nos acompañó y las estrellas brillaron altas en el cielo, hasta que un velo de claridad apareció al fin por detrás de unas montañas lejanas y entonces inicié el camino de vuelta al hogar, con la esperanza de poder regresar a mi reino escondido cada vez que lo deseara.



*          *          *



Estoy sentado frente a la tumba de mi padre. Es una tumba austera. Sin flores. Se encuentra medio escondida, junto a la tapia que delimita la zona de caridad del Cementerio de la Almudena. “Pobre desgraciado” pienso. “Acabar así, sin nadie que te llore”. Entonces intento mirar a través de sus ojos y me pregunto cómo habrían sido sus últimos veinticinco años de existencia. Primero en la cárcel y los diez restantes penando como un indigente. Olvidado y repudiado por todos. Por un instante me inspira cierta lástima. Incluso llego a sentir pena por él. Al fin y al cabo era mi padre, y en algún momento me hizo reír.

Después de unos minutos me levanto y me sacudo la tierra de los zapatos, luego echo a andar, dando la espalda a un epitafio que no volveré a ver jamás. “Juan Ramón Achueta Achueta, falleció en Madrid, a la edad de sesenta y seis años”.

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