Además, en este cuento, introduje realidad y fantasía. Fantasía como escape; incluso como deformación de la realidad.
El Dragón de la niebla
El día que me enteré de la muerte de mi
padre fue hace apenas un año, un mes de julio, mientras pasaba de refilón una
de las páginas del dominical tratando de localizar la sección deportiva. “Achueta
Achueta” me pareció leer, como en un parpadeo, antes de aterrizar de lleno
sobre la clasificación general del “Tour de France” y el artículo que se
hallaba impreso justo a su izquierda. Sí, de nuevo un español coronaba primero
la cima del “Tourmalet”, de ahí a ganar la ronda gala un paso… “Achueta,
Achueta” pensé de repente, como si una vocecilla incómoda se obcecase en
impedirme leer la gesta de nuestro compatriota. Entonces levanté unos segundos
la vista del periódico y reflexioné en voz baja. “En verdad no suele ocurrir
que alguien lleve ese apellido, y menos si van dos pegados” me dije. Abandoné
la épica y maltraté unos instantes el dominical hasta dar con la página que
buscaba. Resultó ser la sección de esquelas. Se trataba de una letanía de no
más de veinte nombres y apellidos impresos con una tinta negra más ancha de lo
habitual. Justo en mitad de la lista lo localicé. “Juan Ramón Achueta, Achueta,
falleció en Madrid, a la edad de sesenta y seis años”. Eso era todo. Tan solo
aquella frase lapidaria que indicaba el final de una existencia. Después de diez
años sin saber de mi padre un trozo de papel me anunciaba junto a un café y unas
porras su última heroicidad: morir. Permanecí un buen rato inmóvil, observando
detenidamente cada letra, como si aquel ejercicio absurdo me fuese a dar algo
más de información. Entonces esbocé una leve sonrisa ironizando sobre lo
absurdo de aquello. Necesitaría mucho más que una frase para explicar toda una
vida, y quizás, los últimos diez años, eran los que menos importaban.
Pedí otro café. Aún quedaba una hora para
mi cita de las diez, pero yo como siempre, nada más despertar, no podía evitar
salir disparado en busca de mi ritual mañanero. Un buen afeitado, una ducha bien
fría, el paseo matinal y mi más que merecido café con porras en El Capricho,
probablemente el lugar más concurrido de todo el pueblo de Cerceda en aquella
hora temprana. Un auténtico teatrillo. El sonido de las cucharillas oreando el
aroma de las tazas, el rugido chirriante de las máquinas dejándose querer por un
público expectante, y el trasiego de los camareros haciendo bailar las bandejas
en mitad del caos.
Desde mi sitio privilegiado afuera en la
terraza, podía distinguir los campos que se extendían más allá de la carretera.
Dehesas de encinas doradas por el sol del verano, y más allá de la campiña,
elevándose majestuoso sobre las tierras altas, el fondo gris y azulado de las
montañas de la sierra de Guadarrama. Conocía muy bien aquella comarca, cada
camino, cada trocha que serpeaba entre prados y roquedos. Había explorado sus
sotos, buscando detrás de cada árbol. Había recorrido las riberas de los
arroyos, ocultándome junto a algún regato donde los jabalíes se acercaban para
saciar su sed. Sí, yo era de allí, de aquellas tierras. Moralzarzal se llama el
pueblo donde nací, un municipio muy cercano a aquel donde me encontraba, hojeando
las páginas de un periódico, observando unas letras frías y sobrias que me
anunciaban el fallecimiento de mi padre. Y entonces ocurrió algo. Como cuando
un ser anónimo nos roza en un cruce fugaz y la estela de su perfume evoca en
nuestra memoria el pasado de toda una vida, sucedió que allí sentado, con el
periódico en la mano y la primicia necrológica trillando mi mente, recordé, nítida
como el repicar de una campana, la primera vez que se apareció ante mí un
duende. Sí, he dicho un duende. Fue hace muchos años, en Moralzarzal, en la
Dehesa de Abajo, mientras buscaba renacuajos en las charcas. Yo solo era un
niño de ocho primaveras y él, un hombrecillo de no más de medio metro, que me
miraba desde unos ojos casi transparentes que reflejaban el torbellino de un
salto de agua.
Recuerdo que también era verano, y que el
sol caía como una llama sobre las hierbas altas. Apareció junto a unos zarzales,
vestido de arriba abajo con ropas azulonas de todas las tonalidades posibles.
Tenía cara de niño, y las orejas puntiagudas, y sus cabellos plateados
reverberaban bajo el color encendido del campo. Entonces el sol comenzó a
esconderse por detrás de los cerros y las sombras alargadas de los árboles se
extendieron por los pastizales. Él continuó mirándome, con sus ojos de cascada
y su diminuto cuerpo, tieso e inmóvil bajo el palio del atardecer. Finalmente
habló, y de su garganta emergió una voz clara, como la del agua que pule el
remonte de los ríos arriba en la montaña.
_ ¿Tú eres Simón verdad?, ¡sí!, ¡sí!, eres
Simón. Yo soy Isput, tu duende y debes seguirme, ¡ahora!_ dijo dirigiéndose a
mí y acto seguido echó a correr por la dehesa, su pelo de plata brillando entre
las espigas, hasta perderse entre dos altos fresnos rodeados de maleza.
Pasó un buen rato hasta que conseguí
moverme del sitio. Simón era mi nombre y aquel ser maravilloso me estaba
buscando. Quedé fascinado, siempre sospeché que en la Dehesa de Abajo ocurrían
cosas extraordinarias. No había ocasión en la que junto a uno de sus arroyos o
sentado bajo una encina, dejara de percibir con inquietud la sensación de que
estaba siendo observado. Entonces miraba de reojo, esperando el momento
oportuno para descubrir a mi espía, hasta que inevitablemente, siempre en el
último instante, giraba la cabeza y nada encontraba más allá que otra nueva
desilusión.
Con una mezcla de alegría y temor hormigueando
en mis piernas me apresuré hacia los dos fresnos. Éstos estaban rodeados de
zarzales y de espigas que se elevaban por encima de mi cabeza. Crecían muy
juntos y sus copas se enredaban arriba, formando un techo de ramas entrelazadas.
En mitad de aquella especie de selva en miniatura encontré un pequeño hueco
entre los zarzales. Un túnel que me llevó hasta la base de los dos fresnos.
Justo entre sus troncos, hallé una roca de granito clavada en el suelo. Medía
poco más de dos metros y tenía forma alargada. “¡Que curioso!”, pensé. “No
conocía aquel sitio, y seguro que había pasado por delante cientos de veces”.
Agitado, miré alrededor, pero nada, ni rastro del hombrecillo. Tan solo la
oscuridad difuminando cada detalle. Me marché decepcionado, pensando que quizás
había desperdiciado una ocasión irrepetible.
* * *
Isabel, mi hermana pequeña, acudió a mi
cuarto con la nariz llena de mocos y su viejo osito cogido por una de las
patas. Tenía el pelo enmarañado y dos lágrimas hinchadas se abrían paso por sus
sonrosadas mejillas. Se acercó y me abrazó, apoyando la frente en mi pecho. Entonces
solté mis viejos soldados medievales y le correspondí con otro abrazo. Luego
ella se despegó unos centímetros y con sus diminutas manitas me tapó las orejas.
Yo hice lo mismo con las suyas mientras acoplábamos las miradas y examinábamos
cada detalle de nuestros ojos. Y así sucedía cada vez. Pasaban los minutos e
Isabel contaba cada mancha de mis iris y yo me sumergía en el verde mar de los
suyos, hasta olvidarme de que detrás estaba ella, asiéndome como a un
salvavidas. El osito y los soldados medievales nos observaban pacientes, ya acostumbrados
a aquel tipo de desplantes. Aún así, para mí nunca era suficiente, aunque Isabel
sí se tranquilizaba. Al final su respiración recobraba poco a poco el ritmo
pausado e incluso a veces asomaba una leve sonrisa en sus labios. Por eso yo nunca
me movía, sino que le correspondía con otra sonrisa cosida en el rostro. Pero
yo seguía escuchando, más allá de las manitas de mi hermana, y de las paredes
de mi cuarto. Escuchaba los gritos de mi
padre, cuando venía de hacer la ronda del aperitivo, después de haber recorrido
cada bar de la calle de la Huerta.
Entraba en casa trastabillando y haciendo
todo tipo de ruidos con la garganta. Toses, carraspeos. A veces escupía en
mitad del rellano. Al principio hacía falta que mi madre le recordara lo tarde
que era para que él le gritara, haciéndole mención de lo duro que trabajaba
toda la semana como para no poder tomar unas cuantas cañas con sus amigos. Después
se animaba él solo, anticipándose a cualquier queja, por tímida que fuera. Le
dedicaba todo tipo de improperios, persiguiéndola por la cocina y gritándole al
oído.
“¡Debes ser la única que andas jodiendo!”
le decía “¡Seguro que soy el hazmerreír de todos mis amigos! ¡En cuanto me doy
la vuelta se deben descojonar!”.
Mi madre no contestaba. Seguía a lo suyo,
intentando ignorar sus humillaciones, hasta que servía los platos de porcelana
y nos sentábamos los cuatro a la mesa, todos en silencio, mirando fijamente la
comida. De vez en cuando mi padre se levantaba nada más empezar dando un sonoro
puñetazo sobre el tablero. El agua se derramaba de los vasos y si había guiso,
el caldo nos salpicaba, estampando lunares marrones en el mantel.
“¡Ya se me ha quitado el hambre!, ¡hostias,
por tu puta culpa!” le increpaba a mi madre, señalándole con el dedo. Luego se
marchaba dando un portazo, subía las escaleras a trompicones, se desplomaba
sobre la cama del cuarto y allí permanecía durante horas, exhalando los vapores
del alcohol.
Entonces la cocina se volvía pesada, inerme,
como si nosotros mismos formáramos parte del mobiliario. Éramos objetos sin
vida, pequeñas tazas de café reposando en los anaqueles, calendarios con
bodegones colgados de la pared. Continuábamos con la cara pegada al plato,
entreviendo los caballitos pintados del fondo. “Terminaos la comida” susurraba
mi madre a media voz. Luego se levantaba e iba hacia el fregadero, dándonos la
espalda y allí se secaba las lágrimas con el paño de cocina sin decir una
palabra más.
* * *
La segunda vez que vi al duende estaba subido
en la roca, entre los dos fresnos. Directamente me acerqué a él y entonces, con
uno de sus minúsculos dedos, dibujó un marco fosforescente sobre la superficie
de la piedra. Una puerta apareció sobre el granito.
_ ¡Hola Simón!, soy Isput, ¿me recuerdas?_
dijo mi amigo invitándome a pasar _ Ahora debes venir. Se nos acaba el tiempo.
Ella pronto será engullida por el Dragón.
No lo dudé. A través de túneles estrechos
seguí al duende, sin perder de vista su rastro plateado, hasta salir por el
tronco de un gran sauce al claro de un bosque donde la floresta brillaba con
las luces de la primavera. Desde lo alto de un risco, a poca distancia, una cascada
de hilo fino se derramaba en un estanque dorado, levantando velos de espuma. Alrededor,
la niebla se extendía a jirones por entre los troncos blancos de unos abedules.
Colgados bien de finas ramas, sobre tocones o entre los juncos de la floresta,
decenas de hombrecillos me observaban curiosos, hablando e interrumpiéndose sin
cesar. Isput, decidido a terminar con la algarabía, caminó unos metros con los
brazos en alto conminándoles a guardar silencio. Después, cuando al fin el
estruendo se convirtió en murmullo, me señaló y pronunció en alto unas
palabras.
_ ¡Simón el valiente ha acudido en nuestra
ayuda! Él arrancará a la Dama de las garras del Dragón o de lo contrario, la
brisa dejará de deslizarse sobre las flores y nuestra Cascada se secará para
siempre. ¡Viva Simón! ¡Viva nuestro protector!
Acto seguido, todos los duendes corearon
cientos de “hurras” y “vivas” en mi honor, sin cesar de hacer continuas
cabriolas y reverencias. Isput avanzó hasta mí y besándome la mano me dijo con
voz solemne:
_ Yo te guiaré a través de los caminos.
Seré tu humilde servidor. La Dama nos espera.
Luego, abrió un cofre tachonado de piedras
preciosas y extrajo de su interior un objeto envuelto en un lienzo inmaculado. Lo
destapó de manera ritual y ante mis ojos apareció una bella espada guarnecida
de rubíes y esmeraldas. Me la tendió.
_ Ella te ayudará a dar muerte al Dragón _
me dijo _ Esta es la Espada de las Espadas.
La cogí entre mis manos y miré más allá de
los confines de aquel país.
_ Llévame hasta ella_ le ordené.
* * *
La primera vez que vi a mi padre pegar a
mi madre fue en su cuarto. Yo les espiaba por la rendija de la puerta. Me
habían despertado los gritos. Por suerte Isabel dormía. Fue una bofetada seca,
en pleno rostro. Nunca olvidaré la mano ruda y callosa de mi padre estrellándose
en su cara. Mi madre ni siquiera alzó los brazos, quizás porque a pesar de tantas
vejaciones no lo creía capaz de tanto. Aterrizó en el suelo, como un muñeco
roto y permaneció allí sentada, medio desnuda, esta vez sí, con el codo en alto
y los ojos cerrados, como esperando otro golpe. Mi padre la miraba desde
arriba, con desprecio.
_ Tú me quieres matar a disgustos
desgraciada _ le oí decir _ ¡No vales nada! Ni siquiera para darme un poco de
alegría de vez en cuando. Luego no te extrañe si me alivio por ahí en cualquier
bar de carretera. Seguro que se portarán mejor que tú, aunque solo sea por el
dinero…
Mi madre bajó el codo y hundió el rostro
en las manos sollozando con tal angustia que parecía salirle de las mismas
entrañas. Luego se quedó hecha un ovillo, tendida en el suelo del cuarto,
meneando su cuerpo sincrónicamente, como activada por alguna especie de
mecanismo.
_ Di que sí. Ahora llora _ le contestó mi
padre _ Hazte la mártir. ¡Que parezca que soy yo el malo!
Desde aquel día, nuestro hogar se fue
haciendo silencioso. Mi madre dejó de salir. Llamaba para que le trajeran la
compra a casa. No quería encontrarse con sus amigas porque cada vez le costaba
más disimular los moratones. Al principio insistieron, pero con el tiempo
acabaron por aburrirse y el teléfono sonó cada vez menos, hasta convertirse en
un objeto inútil en la casa. De vez en cuando llamaba su madre, que andaba
lejos, en Andalucía, y poco más, ya que no tenía hermanos ni padre. Las pocas
veces que salía de la cocina se sentaba en uno de los sillones del porche,
desde donde se podía ver la torre de la iglesia y los campos de ganado que se
extendían hasta la carretera que unía Moralzarzal y Villalba. Isabel y yo la
observábamos desde la ventana de mi cuarto, arriba en el segundo piso.
Mi madre era una mujer guapa. O por lo
menos lo había sido. Tenía el cabello negro y largo y sus ojos eran redondos y
oscuros. “Belleza andaluza” decía mi padre, cuando aún la respetaba. Y ella le
sonreía, y su rostro se le iluminaba como a una chiquilla al concedérsele un
deseo.
“Vaya cara que puso vuestra madre cuando
vio esta casa por primera vez” nos decía en repetidas ocasiones “parecía una
princesita en su castillo”. Y yo supongo que era cierto, porque era una casa
grande de piedra, de muros gruesos, rodeada por una parcela amplia que nos
aislaba del resto del mundo. Buena herencia que dejó mi tío abuelo a su sobrino
después de que la parca se lo llevara. Y por un breve tiempo, nos reímos los
cuatro, y mi madre creyó ser feliz, viendo a sus hijos corretear entre los
sembrados de tomates y los pollos de los corrales. Pero solo fue eso, un tiempo
fugaz, lo que tarda la flor del almendro en marchitarse y ser barrida por el
viento.
Pronto nadie cuidó del huerto, y los
pobres animales sucumbieron al abandono. Después la mala hierba creció y se fue
apoderando de cada rincón, hasta que el propio terreno de la parcela se
confundió con la ladera del monte que lindaba con la casa. Nunca he sabido por
qué mi madre consentía las palizas. Quizás por nosotros, o por cobardía o
porque no tenía donde caerse muerta. Lo ignoro. Pero Isabel y yo pensamos que
aquel era el estado natural de las cosas, y así lo aceptamos, recluidos en un
mundo de sombras grises, donde tan solo el “tic tac” del enorme reloj del salón
nos advertía de que el tiempo discurría lento pero inexorable.
Por suerte para mí, mis amigos no me
abandonaron. Ni yo a ellos. Recorrí incansable sus dominios, en busca del
Dragón, junto a mi fiel compañero Isput y la Espada de las Espadas. Fueron
incontables las aventuras vividas y las ocasiones en que estuvimos a punto de
rescatar a la Dama, pero por desgracia, en el último instante, el Dragón
siempre se escapaba invocando un hechizo que esparcía un mar de niebla a su
alrededor. En nuestros viajes nos topamos con criaturas increíbles. Gigantes de
más de cinco metros, árboles parlantes, enanos de las colinas, ninfas de los
lagos y otros tantos seres que ahora sería incapaz de describir, y a nuestro
requerimiento todos respondían lo mismo: “El Dragón pasó ayer por este lugar,
llevaba a la Dama amarrada en su cresta”.
Una tarde Isput se derrumbó sobre una
piedra, sus orejas puntiagudas se habían plegado y sus cabellos no refulgían sino
que parecían de plata envejecida. Me miró con ojos tristes, éstos también
habían cambiado, ya no eran de catarata, eran acuosos, como de agua turbia y sus
ropas azulonas estaban apagadas.
_ La Cascada se secará y todos nosotros desapareceremos
_ sentenció _ tú debías rescatar a nuestra Dama. Eras tú Simón, nuestro protector.
Yo lo miré abatido, pero ninguna palabra
de consuelo salió de mis labios.
* * *
Cuando en la mañana de mi décimo
cumpleaños Isabel entró en mi cuarto, supuse que era para darme un beso y
tirarme de las orejas. Pero me equivoqué, no tiró de ellas, sino que las cubrió
con sus manitas y me miró fijamente a los ojos, buscando la forma de las nubes
en las motas de mis iris. Yo la aparté suavemente y le acaricié el pelo.
_ No te preocupes Isabel, este juego no
sirve si hay silencio.
Pero ella ignoró mis palabras y volvió a
posar sus manitas en mis orejas. Yo le agarré por las muñecas y ella se resistió.
Me miraba fijamente, sin pronunciar palabra. Entonces supe que algo ocurría.
Salí del cuarto y bajé muy despacio las
escaleras. Isabel me seguía, amarrándome con fuerza el pantalón del pijama. Me
dirigí a la cocina. El dial de la radio murmuraba una vieja canción de Soul, pero
nada más se escuchaba, salvo nuestros vacilantes pasos.
Al principio no vi nada, hasta que dirigí
la vista al suelo. Allí encontré a mi madre, vuelta de espaldas y con un
cuchillo clavado entre los hombros. Sus cabellos estaban sueltos, le cubrían el
rostro y se mezclaban con la sangre que discurría lenta entre las losas de
mármol. No me atreví a tocarla. Cogí a Isabel de la mano y la llevé hasta el
teléfono, allí marqué un número al azar. Después de unos cuantos tonos respondió
la voz de una mujer. Yo me quedé en silencio escuchándola. Cuando parecía que
iba a colgar me atreví a pronunciar unas palabras.
_ Mi madre está muerta. Él se lo hizo – dije.
* * *
Aquella misma noche atravesé los túneles
de la Dehesa de Abajo decidido a rescatar a la Dama. La Espada de las Espadas
me acompañaba, aunque esta vez, Isput, mi fiel compañero, me había abandonado.
No tardé en dar con el Dragón. Lo encontré en el fondo en una trampa para
dragones, los unicornios de cuerno azul lo habían apresado. Yacía malherido,
una de sus enormes alas se había quebrado y todas sus crestas permanecían erizadas.
Cuando me asomé al agujero me miró con rabia. Sus ojos amarillentos destilaban
rencor incluso en aquella hora fatal.
_ ¿Dónde está la Dama?_ le pregunté.
Él cerró los ojos, como si estuviera
dormido.
_ ¡Contesta!_ le exhorté alzando la Espada
de las Espadas_ ¡Hazlo o acabo aquí mismo con tu vida!
Entonces, aunque no inmediatamente, el
Dragón abrió un ojo y respondió. Su voz resonó dentro del foso como miles de
piedras encendidas entrechocando unas con otras.
_ ¿La Dama? ¡umm! La Dama, sí…_ hizo una
pausa y luego enseñó varios de sus afilados dientes, en lo que parecía una
sonrisa. _ ¡Vaya!_ continuó _ creo que llegaste tarde muchacho, lo siento, pero
me temo que tu Dama nunca regresará a su Cascada _ sentenció por fin, mientras
deslizaba una lengua viperina por varios de sus colmillos.
Yo me lo quedé mirando, con la Espada de
las Espadas en alto. Quería saltar sobre su cabeza e incrustar mi acero hasta
lo más hondo se aquel ser malvado. Pero no pude. Caí de rodillas, con la Espada
de las Espadas clavada en el suelo, sollozando desconsolado bajo la mirada
despreciable del maléfico Dragón.
Los túneles de vuelta me parecieron más
oscuros que nunca, hasta que al final aparecí entre los dos fresnos e hice el
camino de vuelta a casa.
* * *
Pasaron veinticinco años desde aquella trágica
mañana hasta el momento en que me hallaba sentado en la cafetería El Capricho,
observando los campos más allá de la carretera. El ofrecimiento de uno de los
camareros preguntándome si necesitaba algo más me sacó de mi ensimismamiento. Miré
el reloj. Me di cuenta de que ya eran las diez. La hora de mi cita. Y entonces,
a lo lejos, las vi aparecer. Mi hermana Isabel y mi madre caminaban directas
hasta mi sitio. Cuando llegaron se inclinaron, me dieron un beso y tomaron
asiento en la mesa. Lo hacíamos siempre que podíamos. Ellas recorrían sus cinco
kilómetros de Moralzarzal a Cerceda. Luego desayunábamos y después de una hora
las acercaba con mi coche de vuelta a Moralzarzal. Más tarde regresaba a mi
casa, para disfrutar de mi mujer y mis hijos.
Durante aquel desayuno, las noté
especialmente contentas, hasta que descubrí el motivo. Isabel estaba
embarazada. Nada más recibir la noticia nos fundimos en un fuerte abrazo y de
paso, derramamos los cafés. Las cucharillas saltaron por los aires. Reímos en
voz alta. Parte de mi periódico se tintó de una mancha marrón. Pero mi madre
estaba en todo. Lo cogió con una mano antes de que se echara a perder.
_ ¡Vaya!_ dijo sorprendida_ no sabía que
eras aficionado a leer las esquelas.
Tan rápido como pude le quité el periódico
de las manos y lo doblé por la mitad.
_ Ha sido casualidad _ respondí, mostrando
indiferencia. Luego le pregunté a mi hermana _ ¿Y cuando sabremos si es niño o
niña?
Mientras Isabel me respondía observé a mi
madre y la vi feliz. Estaba feliz. En realidad hacía ya mucho tiempo que había
vuelto a sonreír. Quizás era yo el que necesitaba liberar las sombras del
pasado. Aún debía resolver cierto asunto.
* * *
Después de tantos años, aquella misma
tarde regresé a la Dehesa de Abajo. Me acerqué con temor a los dos fresnos, que
seguían allí, majestuosos, indiferentes al paso del tiempo. Cuando llegué hasta
la piedra me pareció escuchar un leve murmullo en el techado de las ramas, como
si cientos de hojas me dieran la bienvenida alegrándose de mi vuelta. Isput me
estaba esperando, erguido sobre la roca. Atravesamos juntos los túneles. Su
melena reverberaba con más intensidad que nunca, y sus movimientos eran tan
rápidos que me costaba seguirlo a través de los corredores. Era como si fuese
más joven y tuviera más energía que la primera vez que lo vi. Pero por fin rebasamos
el umbral y alcanzamos el claro. Todos aguardaban mi llegada. Miles de duendes
se inclinaban ante mí haciendo continuas genuflexiones. En lo alto del risco, la
Cascada derrochaba hilos de plata sobre el estanque dorado y entre los abedules
blancos apareció la Dama, escoltada por dos unicornios de cuerno azul. Vestía
de blanco impoluto y un aura argéntea le rodeaba. Cuando llegó hasta mí, se
inclinó y me besó la mano.
Me ruboricé. Intenté decir algo, pero tan
solo conseguí balbucear unas cuantas palabras.
_ Pero tú habías…Él dijo que la Cascada…
Ella sonrió, y posó dos de sus dedos en mis
labios.
_ Él era un embaucador, como todos los
dragones _ contestó la Dama sin dejar de sonreír _ Así lo dicen los cuentos de
fantasía.
_ ¿Y cómo conseguiste escapar?_ le
interpelé.
_ Tú me liberaste.
_ ¿Yo?, pero si no hice nada Dama. Tú ya
no estabas allí, y yo me arrodillé…
_ Llegaste hasta él Simón. Con eso era
suficiente. Ahuyentaste la niebla y cumpliste tu misión. ¿Recuerdas? Eres
Simón. Nuestro protector.
Me tomé un tiempo para pensar. Luego
pregunté.
_ Hablas en pasado, ¿dónde está él ahora?
_ No está _ contestó la Dama dulcemente_ Hace
mucho tiempo que se marchó. Sólo que tú no lo sabías.
_ ¿Y ya no volverá nunca?
_ Nunca Simón. Por fin lo has expulsado. Cuando
cruzaste el umbral. Ahora podremos celebrarlo como mereces. Todo está preparado.
El Dragón no volverá a molestarte.
La Dama se levantó y me besó las mejillas,
luego caminé junto a ella hacia el centro de la floresta y a nosotros se
unieron los duendes, los unicornios de cuerno azul y otras muchas criaturas
venidas de reinos lejanos. Aquella noche hubo una gran fiesta junto al estanque
dorado. La música de la Cascada nos acompañó y las estrellas brillaron altas en
el cielo, hasta que un velo de claridad apareció al fin por detrás de unas
montañas lejanas y entonces inicié el camino de vuelta al hogar, con la
esperanza de poder regresar a mi reino escondido cada vez que lo deseara.
* * *
Estoy sentado frente a la tumba de mi
padre. Es una tumba austera. Sin flores. Se encuentra medio escondida, junto a
la tapia que delimita la zona de caridad del Cementerio de la Almudena. “Pobre
desgraciado” pienso. “Acabar así, sin nadie que te llore”. Entonces intento
mirar a través de sus ojos y me pregunto cómo habrían sido sus últimos
veinticinco años de existencia. Primero en la cárcel y los diez restantes penando
como un indigente. Olvidado y repudiado por todos. Por un instante me inspira
cierta lástima. Incluso llego a sentir pena por él. Al fin y al cabo era mi
padre, y en algún momento me hizo reír.
Después de unos minutos me levanto y me
sacudo la tierra de los zapatos, luego echo a andar, dando la espalda a un
epitafio que no volveré a ver jamás. “Juan Ramón Achueta Achueta, falleció en
Madrid, a la edad de sesenta y seis años”.
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