El
loco pintor
Fragmentos
encontrados y recopilados del “Diario de una vida” de David, B, S. en la
vivienda de la calle Altamirano en Madrid, a propósito de los hechos acontecidos
la tarde noche del 20 de Diciembre de 2050 en la casa de piedra, en la calle de
La Viña, del pueblo de Moralzarzal:
Verano
de 1985, 10 de Julio:
Hoy he conocido a una chica. Se llama
Graciela y me gusta. Es veraneante, como yo, y debe tener mi edad, doce años. Estaba
jugando en la plaza del mercadillo dándole patadas a la pelota y apareció.
Tiene una sonrisa muy bonita. Se presentó, y yo me puse bastante nervioso
porque apenas le he dicho una tontería. Bueno, ya está. Eso es todo. Creo que
hoy no escribiré más. Dentro de un rato he quedado con mis amigos. Ya les diré
que he conocido a una chica y que si no les importa podría acompañarnos y
hacerse de la pandilla, porque me ha contado que lleva una semana en Moral y que
no sale. No debe tener amigos. Por supuesto no les diré que me gusta, o se
burlarán.
Verano
de 1985, 22 de Agosto:
Está siendo el mejor verano de mi vida.
Graciela me gusta mucho, mucho, y creo que todos mis amigos se han dado cuenta.
También ella. Muchas veces se ríen y dicen tonterías del tipo “David, ¿hoy no
le has comprado chucherías a tu novia? ¿Con quién se esconde siempre David
cuando jugamos al escondite?”. Las dicen en voz alta y delante de los dos para
que nos pongamos colorados, y yo me pongo muy, pero que muy colorado y ella no
lo sé, porque cuando pasa eso no me atrevo a mirarla.
Hace dos días empecé a dibujar su cara. Se
llama retrato. Se lo quiero regalar al final del verano y ya queda poco, así
que tengo que darme prisa. Mis padres aseguran que pinto bien. He ganado algún
concurso en el colegio, aunque he hecho algo de trampas porque mi padre me ha
ayudado un poco. Él me dice que no me preocupe, que a los demás niños también
los ayudan sus padres.
Pero estaba hablando de Graciela. Pues
eso, que le estoy dibujando un retrato. Creo que va bien, pero todavía me falta
mucho. Lo que sí casi he acabado son sus ojos. Tiene unos ojos preciosos;
grandes, redondos y muy negros. También he hecho algún garabato de su perfil y del
pelo, que es muy largo. Le llega hasta la cintura.
Este dibujo no se lo enseñaré a mis padres
como hago siempre que termino alguno. Me da vergüenza. Tampoco a mis amigos. Solo
a Graciela. Quiero que lo guarde y que se lo lleve a Madrid. Así se acordará de
mí durante el invierno. Luego seguiremos siendo amigos en verano, o quién sabe
si algo más. Eso estaría muy bien. Bueno, por hoy es suficiente. Nos hemos
preparado unos bocatas y nos los comeremos en el Peñote. Adiós.
Fragmentos
encontrados y recopilados del “Diario de una vida” de David, B, S. en la casa
de piedra, a propósito de los hechos acontecidos la tarde noche del 20 de
Diciembre de 2050 en esa misma casa, en la calle de La Viña, del pueblo de
Moralzarzal:
Primavera
de 2010:
La luz se cuela plisada por los
ventanales. Y yo te pinto Graciela. Te pinto. Mezclo los colores. Brillan en la
paleta. Sobre tu esbozo completo tu cuerpo y tu sonrisa. Salgo afuera, te
saludo en la bruma de las primeras horas, agarro tu mano y caminamos juntos por
el jardín, con los cuellos abotonados y el vaho marcando figuras de espuma en
el aire. En el porche nos sentamos y disfrutamos de los vapores del café recién
hecho.
Otra pincelada. Falta el color marrón que
tiñe el pajizo y el verde gris del pasto fino, de la primavera temprana, y tú
me miras con tus ojos negros Graciela, junto a los tejos de la vereda. Allá
arriba las nubes envuelven la cumbre calva de Cabeza Mediana, el cielo se
despereza y la noche se hace pequeña entre pinares y roquedos.
Graciela, yo te pinto. La música corre
libre por el salón diáfano de la casa de piedra, se escurre entre los pinceles
y el suave y penetrante aroma de los óleos, y los lienzos esperan vírgenes a
que mi mano los acompañe en un dulce compás. Toda una vida nos aguarda
Graciela. Esta es tu casa. La nuestra. La que siempre tuvimos cuando yo soñaba
con verte cada verano. Comparto contigo cada instante, cada estampa, cada
movimiento de tu cuerpo grácil. Observamos los rincones de nuestra piel, la
sonrisa relajada en nuestros labios, mientras el aroma del café se extiende por
el porche acristalado.
He cambiado la casa para nosotros. El
armazón sigue vivo. La piedra robusta traída no hace mucho de las canteras. La
que nos guarecerá del frío en las noches de invierno. Pero todo lo demás será
nuevo. Lo crearemos juntos, escena tras escena. No te preocupes, yo me hago
cargo, pues yo sé qué hacer Graciela. Lo sé.
Ahora debo dejarte un momento. Tú no te
muevas, quédate ahí, con las piernas cruzadas y el borde dorado de tu bata
rozando tus pies descalzos, y la taza de café calentando el abrazo de tus
manos. Mírame mientras me marcho. Anhela que regrese pronto, listo para pintar
nuestros cuerpos desnudos sobre las sábanas interminables del dormitorio. Y no
apagues la música. Deja que suene la melodía y antes de que pueda apenas
dibujarte un parpadeo, ya habré vuelto.
Abro la puerta de doble hoja de nuestro
hogar. La que custodia el jardín de tejos, y echo a andar. Moralzarzal se
reivindica en primavera. El valle se sacude el viento frío y los campos pelados
del invierno. La nieve se funde en las montañas altas y los arroyos siembran de
música las cañadas y los prados. Lindos paisajes para mis fotografías. A poco
que dirijo mis pasos en línea recta ya me encuentro en un camino escoltado por
viejos quejigos, cuyas hojas caídas a lo largo de innumerables otoños se
acumulan en un humus informe a ambos lados del sendero. Caprichosos muros de
piedra delimitan las parcelas. Me cuelo por uno de sus huecos y avanzo hasta
tomar asiento en un tronco caído. Ese puede ser un buen lugar. Sí. Aunque a las
copas de los fresnos aún les quedan unos días para cubrir los nidos, las
primeras flores asoman ya, tímidas, moteando el verde con puntos blancos y
amarillos, y pronto el cantueso y la retama esparcirán sus aromas por la
dehesa. Sí. En este mismo lugar extenderé el pequeño picnic, y aquí nos
sentaremos Graciela y yo, y disfrutaremos de esta primavera que nace. Hago pues,
varias fotografías. Desde diversos enfoques. Imaginando la composición
perfecta. El juego de luces y sombras que dará a nuestros rostros la expresión
deseada. Le diré una vez más lo mucho que la quiero. Lo feliz que me siento a
su lado. Lo inmensamente dichosos que seremos. Después ella me besará, una
lágrima resbalará por su mejilla incapaz de contener ese sentimiento de deseo
correspondido y con las últimas luces regresaremos. Aún habrá tiempo de
encender un fuego y de paladear un buen vino antes de que el sueño nos venza.
He regresado. Acaricio los senos de
Graciela con el reverso de mis dedos. Veo cómo se hinchan cada vez que toma
aliento con su respiración inquieta. Su cuerpo desnudo reposa ingrávido sobre
los pliegues de las sábanas almidonadas. El pelo azabache de su larga cabellera
se esparce caótico, dibuja formas caprichosas y disemina un aroma a azahar por
el dormitorio. Los suspiros entrecortados que se escapan de sus labios delatan
su deseo de que el calor de mi cuerpo entre en contacto con el suyo. Me deslizo
sobre ella. Me recibe asiéndome la nuca con una mano, paseando su lengua húmeda
por mi cuello. Su otra mano recorre mi espalda. Sus torneadas piernas me
envuelven. Percibo su piel ardiendo bajo mi vientre y un placer infinito cuando
ya en su interior acerco mi cara a la suya y nos miramos fijamente a los ojos
mientras nos mordemos los labios. Graciela gime con la primera acometida. Clava
las uñas en mi espalda, tira de mi pelo y comienza a dibujar una danza
irremediable. Su torso se curva una y otra vez, acompasando mi movimiento sobre
ella. Afuera, en el salón diáfano, suenan los acordes tristes y pausados de
“Strange Fruit” de Billie Holiday. La voz de la artista se quiebra con cada
reclamo de su canción hasta que finalmente se detiene en un suspiro imposible,
como el nuestro, y el silencio se apodera de todas las estancias. El cuarto
respira el sudor limpio de dos cuerpos abrazados. Nos quedamos mudos y quietos.
Tenemos miedo de que el más mínimo cambio nos haga olvidar ese lienzo perfecto,
dónde no sobra ni falta nada. La mañana discurre serena y en ese día, en la
casa de piedra nada más puede oírse entre sus muros.
Verano
de 2030:
Examino tu mirada serena. No me la creo.
Es imposible una madurez tan bella. Unos ojos tan perpetuos que siempre me
cautivaron. Y ahora continúan su implacable hechizo que hace que los colores se
mezclen y se revolucionen en la paleta movidos por mi pulso nervioso. Temo no
poder plasmarlo con suficiente justicia. Si tan solo me aproximara un poco a lo
que veo, ya estaría satisfecho. Yo te pinto Graciela. Te pinto. En los pinares
de Cabeza Mediana. Esa mirada serena perdida en la distancia. Frente a nosotros
el Pico del Águila nos desafía y abajo una gran lengua pajiza se extiende por
el valle. Moralzarzal se rinde a nuestros pies. Los canalones de los tejados
brillan con la solana y el anciano reloj de Frascuelo continúa lanzando el
aviso del tiempo, que es breve y se nos escapa. Pero tú y yo nos hacemos
eternos, pues yo sé qué hacer Graciela. Ya sabes. Yo me hago cargo.
En el salón diáfano la música no se
detiene. Caballetes y bastidores se amontonan por todos los rincones. El aroma
dulzón del óleo invade cada gramo de aire. Los lienzos, de variados tamaños y
formas, esperan pacientes ser los protagonistas de nuestras vidas.
Graciela, yo te pinto. Cada vez son menos
los espacios en blanco que no pueden contar una historia de ti y de mí. Muchos
años hemos caminado por la vereda, y sentados en los escalones de la entrada
hemos contemplado las púas de los tejos caer como una lluvia fina sobre el
jardín. Los tejos, ¿recuerdas? Todavía conservo la rama que me regalaste hace
casi medio siglo, y ahora comprendo lo que entonces no tenía sentido a los ojos
de un niño. Como los tejos, nuestro tronco se ha ahuecado, ha envejecido. Pero
no te preocupes, porque al igual que hace este maravilloso árbol, ya estamos
rellenando ese vacío con savia nueva. Y yo la voy a hacer crecer Graciela, otro
tronco poderoso va a sustituir al antiguo, completando los últimos espacios en
blanco. Pronto las paredes de nuestro hogar estarán repletas, y cuando ese
momento llegue ya habré levantado otras vigas, otros muros, y muchas más
estancias observarán el inexorable avance de mis pinceles sobre el lienzo.
Aquel día, el de la rama de tejo, en
nuestra primera despedida, yo solo era un niño, pero ya sabía que te podía
querer como ahora. Aún te veo allí plantada junto a la lechería de Amalia, frente
a los cántaros de leche cruda. El sol de Agosto había dorado tu piel. Las
toallas húmedas nos colgaban del cuello. Olíamos a piscina. Tus labios, rojos y
grandes, ya tenían la belleza de tu adolescencia. Me besaste. En este mismo
instante puedo sentir sobre mi piel la humedad esponjosa de tu beso. Un solo
beso en la mejilla. A los ojos del resto podría haber sido un simple beso,
inocente y casto. Pero no fue así. Tú lo sabes. Me ataste a ti para siempre.
Una cadena invisible que me acompaña desde esa tarde. Una voz que me susurra al
oído allá donde dirija mis pasos.
Hoy, cuando el cielo se encienda,
extenderemos las hamacas bajo la carpa y encenderemos las velas. Tú leerás un
libro. Yo me sentaré a tu lado y veré tu rostro temblar bajo la luz de la vela.
Luego me apoyaré en tu regazo y quedaré adormilado, mientras te escucho pasar
las hojas y huelo la fragancia de las lilas que se mecen con la brisa en la
distancia.
Otoño
de 2050, 16 de Noviembre:
Me cuesta verte Graciela. A veces me
cuesta. Otras, te veo clara. Tu cabello perlado y tu figura esbelta, que conserva
la dignidad de antaño. Cuando me miras me sonríes y tu voz de niña me
sorprende. Pero cada vez más, desde hace un tiempo, aparece la niebla. Una
bruma fina que desdibuja tus rasgos, que me impide usar los pinceles con la
frescura acostumbrada. Desesperado te busco, y a veces solo veo una sombra que
se desliza entre jirones de niebla, hasta que desapareces. Cuando eso ocurre
cubro el lienzo, agacho la cabeza y me apoyo en el bastidor. Aguanto ahí un
instante. Me invade un cansancio enorme. Y me siento solo, terriblemente solo. La
música no se escucha. Hace tiempo que dejé de acompasar el toque del pincel con
la cadencia de las melodías. Exhalo un largo suspiro y salgo afuera. Allí me
desplomo sobre las escaleras del porche, envolviendo las rodillas dobladas
entre mis brazos. ¿Dónde estás Graciela? ¿Dónde?
Cae el día. El cambio de hoja juega con
los colores al atardecer. Junto a los tejos de mi jardín unos prunos exhiben
sus hojas sanguinolentas. Noto el frío en mis huesos. La humedad los hiere. De
repente sopla un viento racheado. El césped mal cortado del jardín se
estremece, las hojas muertas suben y bajan como cometas que han perdido el
rumbo. Mi cuerpo se encoge. Froto mis manos contra las piernas. Ese golpe de
viento ha sido un primer aviso. El invierno se acerca. Es un viento helado que
viene directo de la montaña. Con algo de dificultad me incorporo. El calor del
interior me hará bien. Lo agradecerán mis músculos entumecidos. Pero en ese
instante algo me detiene. No doy crédito. De pronto me doy cuenta que hay una
parte del jardín que no me resulta familiar. ¿Cómo es posible? Tantas veces
Graciela y yo hemos paseado por la vereda. Conocemos cada tejo y sus nombres.
Juntos levantamos el camino de piedra que lleva hacia la puerta de doble hoja.
Los rosales los regamos sin que un día echasen en falta su agua y sin embargo,
ahora, aquí de pie, a punto de entrar al calor del hogar, aparece ante mí un
lugar que no muestran los cuadros. El césped se eleva justo a mis pies, en
suave pendiente. A un lado, los peldaños de una escalera ascienden zigzagueando
hasta la cima de un montículo. Lo que hay más allá para mí es un misterio. Sin
saber por qué un temor irracional me estremece. Es un pinchazo que se inicia en
la boca de mi estómago y se extiende después al resto del cuerpo. No conozco
ese sitio, pero al mismo tiempo me resulta terriblemente familiar. Como si en
realidad siempre hubiera estado allí y fuese yo quien lo ignorara. Sopla otro
golpe de viento. El sol se ha ocultado tras Cabeza Mediana. Bajo la oscuridad
creciente varias hojas arremolinadas aparecen por detrás del montículo y caen
girando como diminutos murciélagos hasta rodear mis piernas. Luego dan varias
vueltas y tocan el suelo. Las observo. Son hojas de pruno arrancadas de sus
tallos. Parecen lenguas de sangre seca despidiéndose del otoño que se escapa.
Me pregunto qué habrá más arriba. Probablemente una nueva postal donde pintarte
Graciela. Un rincón privilegiado que nos pasó inadvertido. Inicio el ascenso.
Pero de nuevo ese miedo irracional pincha la boca de mi estómago. Me detengo en
el primer escalón. Quizás mañana. Sí. Mañana ascenderé los peldaños. Ahora me
acomodaré en mi salón y le daré a mi cuerpo descanso.
Otoño
de 2050, 28 de Noviembre:
Aún no he subido esos escalones. Tampoco
he pintado. No te he pintado Graciela. Lo he intentado con la música. Ni
siquiera “Strange Fruit” de Billie Holiday te ha arrancado de la niebla. Estás
aún más lejos. Apenas te oigo caminar o suspirar entre los árboles. Ya no
arrastras hojas con el viento. Y no te veo Graciela. No te veo.
Estoy fuera de la casa. Sostengo mi vieja
cámara pegado a la Fuente de los Cuatro Caños. Me encanta esa fuente. Es el
corazón del pueblo. Su piedra gastada respira la sabiduría de miles de
historias que deben ser contadas. Tú y yo hemos bebido de sus caños y jugado
con el agua fresca, salpicándonos, o simplemente dejando sus chorros deslizarse
por nuestras nucas. También nos hemos acomodado en alguno de sus bancos, y su
melodía continua nos ha acompañado muchas noches, en la quietud del verano. Y
ahora te busco Graciela. Entre sus vetas. En el agua que cae. Busco un ángulo
perfecto que me devuelva a ti. Que te traiga otra vez mostrándome tu eterna
sonrisa. La grácil figura de tu cuerpo rasgando la niebla. Recorro la fuente
por todos sus lados, desde todas las perspectivas posibles. Los vecinos me
observan extrañados y en silencio. También curiosos. Parecen buscar al
protagonista de mi apasionado esfuerzo. Sus miradas los delatan. Quieren ver
más allá de la fuente. Como yo. Quieren que les cuente a quién busco. Pero, ¿a
quién busco? ¿Cuál es su nombre? Tengo sus ojos negros clavados en mi mente.
Viven en una oscuridad cada vez más densa. Casi la puedo masticar. ¿Quién da
nombre a esos ojos? ¿Por qué en un momento siento que no sé qué hago allí? ¿Por
qué disparo esta vieja cámara?
Bajo los brazos y arrastro los pies hasta
caer sobre el muro del pilón. Allí me quedo tirado, la mirada perdida y mis
manos temblando. Los vecinos murmuran unas palabras y continúan su camino. Junto
a mí, el agua de los caños no cesa en su latido. Pienso que quizás sea hora de
volver a casa. De refugiarme entre sus muros. A lo mejor en mi cobijo ella
vuelve y me sonríe. A lo mejor me trae su nombre escrito. Así podré pintarlo
sobre el lienzo más blanco. Solo su nombre. Sin más artificios. Se acabaron los
atardeceres, y el paseo por la dehesa después de la lluvia, y la flor del
cerezo moteando las aceras en la pequeña primavera. Solo su nombre. Elegiré el
marco más bonito. Lo pondré en el sitio más visible y así nunca volveré a
preguntarme dónde te has ido.
Otoño
de 2050, 20 de Diciembre, cinco de la tarde:
He girado todos los cuadros. Los que no
cuelgan de las paredes los he cubierto con sábanas. Mi casa se ha convertido en
un espacio lúgubre y extraño, y no me siento parte de ella. Es como si fuese un
intruso. Como si durante muchos años hubiera tomado posesión de algo que no me
pertenece. Me he pasado los días, sin descanso, obcecado en borrar de mi vista
todas las pinturas. No me reconozco en ellas. Me veo y sé qué soy yo, pero no
sé qué hago allí, junto a esa joven o mujer o anciana que me acompaña. Sin duda
es muy hermosa. Me doy cuenta que me he esforzado de veras, en cada pincelada,
en mostrar todo lo que pueda reflejar su interior, o el simple paso del tiempo
en sus rasgos a través de mis ojos. No ocurre lo mismo conmigo. Nunca soy el
foco del cuadro, y aparezco siempre como difuminado. Son mis rasgos, pero estos
no revelan nada. Ni alegría, ni frío, ni enfado…nada, y los colores están
apagados. Hasta los paisajes del fondo se hacen más visibles que yo. Soy un
mero espectador. Desconozco por qué me he incluido en los cuadros. En realidad
desconozco muchas cosas. O todo. No sé quién soy. Solo que pinto. No sé cuánto
tiempo llevo habitando esta casa, aunque sí sé que hace tantos años que ignoro qué
otra vida llevaba antes, fuera de estas paredes. ¿Y por qué ella siempre está
conmigo? ¿Y por qué solo en los cuadros y no junto a mí, ahora, en este porche
frío?
En mi mano sostengo un papel enrollado.
Está sujeto con una cinta. Es grueso. Seguramente un papel de dibujo. La hoja
arrancada de un cuaderno. Debe ser muy antigua porque el papel se ha vuelto
amarillo. La encontré hace unos días en el fondo de una torre de trastos
acumulados durante años y aún no la he desenrollado. Me resisto a hacerlo.
Quizás por la misma razón por la que no asciendo esos escalones. Es un temor
irreverente. Una sensación de vértigo. Puede que sea la certeza de que tras el
último peldaño o sobre el papel extendido, encontraré la respuesta a todas mis
preguntas.
¿Y si no puedo soportar la verdad? ¿Y si
lo que veo me aterroriza tanto que hace que pierda la cordura? Mis manos
tiemblan cuando mis dedos tiran de la cinta y el papel se estira con un ruido
apergaminado. Tengo los ojos cerrados. Los abro con lentitud, como un ciego que
hace años perdiera la visión y después de una operación le quitaran las vendas,
y se resistiese a levantar los párpados por miedo al fracaso más absoluto.
Examino la lámina. Al principio, lo que
veo, no me dice nada en particular. Es un dibujo a carboncillo. Un retrato
inacabado. Los delicados rasgos de una niña se adivinan en una composición que
va poco más allá de un boceto. Sus trazos, aunque reflejan cierto estilo,
resultan infantiles. Creo que fue un niño el autor del dibujo. Mejor dicho, estoy
seguro. Sí. Porque ese niño soy yo. Es curioso, pero en esos escasos trazos
reconozco la esencia de mi pintura. Luego la he adornado, la he embellecido
según he ido experimentando nuevas técnicas y sensaciones. Pero después de
todo, la esencia sigue ahí, imborrable al paso de los años.
La examino con mayor detenimiento. Me tomo
el tiempo necesario, y entonces ocurre. Yo conozco a esa niña. Sus ojos sí
están terminados. Ojos negros y grandes que traspasan la hoja apergaminada.
Aquel día, junto a la lechería de Amalia podría haberle correspondido con mi
regalo, con el retrato terminado. Pero aún no estaba completo. Recuerdo que era
apenas una sombra de lo que quería conseguir. Quería pintar a Graciela de forma
que ni el mismo Miguel Ángel pudiese igualar el resultado final. Por eso nunca
llegó a sus manos, y también porque se fue antes de tiempo. Agosto coleteaba y
ella me sorprendió con su despedida. Ya no la vería hasta el siguiente verano.
Graciela. Así que eres tú a la que pinto.
La que me acompaña en todos los momentos. Bien joven y lozana, haciendo el amor
enredados entre las sábanas del cuarto, o anciana, de inusitada belleza,
cogiéndome el brazo por la vereda. Pero es muy extraño. Ahora podría dibujar o
escribir cada sensación de todos los segundos vividos en nuestra primera
despedida. Si pienso en las palabras que nombraste, o en cómo caía la luz en tu
cara, pues ya moría la tarde de Agosto, o en el dolor que sentí cuando al fin
te giraste y echaste a andar sin volver el rostro, todo lo desgranaría
pincelada a pincelada, o sílaba a sílaba sobre el espacio en blanco y, sin
embargo, nada, absolutamente nada puedo recordar de lo vivido contigo a través
de esas pinturas que saturan todos los rincones de mi hogar. No me conmueven,
porque siento que en realidad yo nunca he estado allí, ni que tú seas real. Tan
solo el producto de una mente enferma. Graciela, ¿por qué te ocultas? ¿Por qué
no soy capaz de saber qué vida hemos llevado?
Levanto la mirada del dibujo y la fijo
directamente en los escalones que coronan el montículo. Veo claro que tengo en
mi mano la mitad del mapa del tesoro. Este dibujo infantil que te ha vuelto a
traer. La otra mitad la encontraré cuando ascienda los peldaños, así que salgo
del porche y sin pensarlo muevo las piernas como un autómata mirándome la punta
de mis zapatillas hasta alcanzar la cima. Solo entonces me atrevo a dirigir la
vista al frente.
A mis pies se extiende una piscina
cubierta de cieno y agua negra. Muchas de las losas que la rodean están
partidas, las escalerillas oxidadas y la mala hierba crece a sus anchas en esa
parte del jardín. Nadie ha pisado aquí en años, y sin embargo, yo me he
zambullido en esta piscina.
Cuando junto las dos partes del mapa y
comienzo a ver un pequeño hilo de donde tirar, todo cobra su sentido, mi mente
se abre y mis rodillas se doblan, y caigo con las palmas apoyadas sobre el
suelo. Veo mi cara reflejada en el agua negra. Una sombra grotesca de mí mismo.
Como la vida que he tenido desde la fatídica noche. Sí. También podría pintar
esa noche pincelada a pincelada. Ocurrió cuatro veranos después de nuestro primer
encuentro. Por fin nos besamos. Yo no pensé que algo así pudiese suceder. Percibir
la calidez de tus labios sobre los míos. La emoción de sumergirnos en esta
piscina, de colarnos en esta casa que no nos pertenecía, y en el agua clara
abrazarte y sentirte después de tantos ruegos hechos en vano verano tras
verano, desde el día en que te apareciste con tus piernas de alambre en mitad de
la plaza del mercadillo. Sí. También fue la noche en la que te perdí para
siempre. Aquella en la que descubrieron nuestro secreto. Para ellos éramos unos
intrusos, para nosotros aquel lugar casi nos pertenecía por derecho. Todo
ocurrió muy rápido. Te asustaste y resbalaste. Tu cabeza golpeó con el borde de
la piscina y tu cuerpo inerme flotó como una balsa sobre el agua. Ahora
recuerdo cómo me abalancé sobre ti y cómo no pude hacer más que llorarte. Revivo
la escena con total nitidez, siento el ahogo y la angustia, me cuesta respirar,
mi rostro se contrae en un gesto de dolor. Esa noche me convirtió en lo que
ahora soy, un ser desdichado, un fantasma que ha pasado por la vida de
puntillas, un actor en su decorado de cartón piedra.
Ese debió ser el último cuadro. Pero nunca
lo pinté. Lo había borrado de mi memoria. Si no hubiese sido así, yo no habría
vuelto tiempo después a Moralzarzal, esclavizado por tu recuerdo. No habría
comprado aquel lugar maldito, ni construido una vida vacía a partir de una
mentira. Tú solo has existido en la mente de un loco Graciela. Un loco que te
ha perseguido día y noche entre la niebla y que ahora, al final del camino, se
ha dado cuenta de la terrible verdad.
De nuevo observo la sombra grotesca de mi
rostro en el agua negra. Me dan ganas de mezclarme con el lodo, de tragarme el
agua sucia, de poner fin a una existencia caricaturesca. Aún sostengo el dibujo
en mis manos. Lo miro con odio, lo rompo en pedazos y los lanzo tan lejos como
puedo. Los trozos vuelan mezclados con las hojas encarnadas de los prunos hasta
caer sobre el cieno del fondo de la piscina. Luego, noqueado, sin apenas
fuerzas para mover un músculo, arrastro mi cuerpo escaleras abajo y entro en el
salón diáfano. Ya solo me queda una cosa por hacer.
Otoño
de 2050, 20 de Diciembre, ocho de la noche:
Me despido de ti, Graciela. Para siempre.
Prendo fuego a mis lienzos. A mi vida. Ya nada más puedo decirte. Estoy tumbado
sobre la hierba. Siento su frescor en mi cuerpo desnudo mientras contemplo la
fachada del que ha sido mi hogar. Sus ventanas escupen humo y fuego. Los
cristales estallan, la madera cruje y las vigas se vienen abajo consumidas por
el calor, y dentro mis pinturas se evaporan. Los lienzos que tanto amé, los
pinceles que tantas tardes alimentaron nuestra quimera. Adiós Graciela.