lunes, 27 de febrero de 2017

Mis escritos: "El loco pintor". Dos años después de finalizar Graciela (escrita en 2009 y finalista del premio de Narrativa Corta Don Manuel de Moralzarzal 2010) me decidí a escribir la segunda parte, "El loco pintor". Desde el principio supe que Graciela debía tener su continuación, pues es la historia de una obsesión que se prolonga toda una vida. En realidad es una trilogía; aunque la tercera parte tardará en ver la luz. Con todo mi cariño, aquí la tenéis (podéis encontrar el cuento de "Graciela" en "Mis escritos" febrero):


El loco pintor

Fragmentos encontrados y recopilados del “Diario de una vida” de David, B, S. en la vivienda de la calle Altamirano en Madrid, a propósito de los hechos acontecidos la tarde noche del 20 de Diciembre de 2050 en la casa de piedra, en la calle de La Viña, del pueblo de Moralzarzal:

Verano de 1985, 10 de Julio:

Hoy he conocido a una chica. Se llama Graciela y me gusta. Es veraneante, como yo, y debe tener mi edad, doce años. Estaba jugando en la plaza del mercadillo dándole patadas a la pelota y apareció. Tiene una sonrisa muy bonita. Se presentó, y yo me puse bastante nervioso porque apenas le he dicho una tontería. Bueno, ya está. Eso es todo. Creo que hoy no escribiré más. Dentro de un rato he quedado con mis amigos. Ya les diré que he conocido a una chica y que si no les importa podría acompañarnos y hacerse de la pandilla, porque me ha contado que lleva una semana en Moral y que no sale. No debe tener amigos. Por supuesto no les diré que me gusta, o se burlarán.

Verano de 1985, 22 de Agosto:

Está siendo el mejor verano de mi vida. Graciela me gusta mucho, mucho, y creo que todos mis amigos se han dado cuenta. También ella. Muchas veces se ríen y dicen tonterías del tipo “David, ¿hoy no le has comprado chucherías a tu novia? ¿Con quién se esconde siempre David cuando jugamos al escondite?”. Las dicen en voz alta y delante de los dos para que nos pongamos colorados, y yo me pongo muy, pero que muy colorado y ella no lo sé, porque cuando pasa eso no me atrevo a mirarla.

Hace dos días empecé a dibujar su cara. Se llama retrato. Se lo quiero regalar al final del verano y ya queda poco, así que tengo que darme prisa. Mis padres aseguran que pinto bien. He ganado algún concurso en el colegio, aunque he hecho algo de trampas porque mi padre me ha ayudado un poco. Él me dice que no me preocupe, que a los demás niños también los ayudan sus padres.

Pero estaba hablando de Graciela. Pues eso, que le estoy dibujando un retrato. Creo que va bien, pero todavía me falta mucho. Lo que sí casi he acabado son sus ojos. Tiene unos ojos preciosos; grandes, redondos y muy negros. También he hecho algún garabato de su perfil y del pelo, que es muy largo. Le llega hasta la cintura.

Este dibujo no se lo enseñaré a mis padres como hago siempre que termino alguno. Me da vergüenza. Tampoco a mis amigos. Solo a Graciela. Quiero que lo guarde y que se lo lleve a Madrid. Así se acordará de mí durante el invierno. Luego seguiremos siendo amigos en verano, o quién sabe si algo más. Eso estaría muy bien. Bueno, por hoy es suficiente. Nos hemos preparado unos bocatas y nos los comeremos en el Peñote. Adiós.

Fragmentos encontrados y recopilados del “Diario de una vida” de David, B, S. en la casa de piedra, a propósito de los hechos acontecidos la tarde noche del 20 de Diciembre de 2050 en esa misma casa, en la calle de La Viña, del pueblo de Moralzarzal:

Primavera de 2010:

La luz se cuela plisada por los ventanales. Y yo te pinto Graciela. Te pinto. Mezclo los colores. Brillan en la paleta. Sobre tu esbozo completo tu cuerpo y tu sonrisa. Salgo afuera, te saludo en la bruma de las primeras horas, agarro tu mano y caminamos juntos por el jardín, con los cuellos abotonados y el vaho marcando figuras de espuma en el aire. En el porche nos sentamos y disfrutamos de los vapores del café recién hecho.

Otra pincelada. Falta el color marrón que tiñe el pajizo y el verde gris del pasto fino, de la primavera temprana, y tú me miras con tus ojos negros Graciela, junto a los tejos de la vereda. Allá arriba las nubes envuelven la cumbre calva de Cabeza Mediana, el cielo se despereza y la noche se hace pequeña entre pinares y roquedos.

Graciela, yo te pinto. La música corre libre por el salón diáfano de la casa de piedra, se escurre entre los pinceles y el suave y penetrante aroma de los óleos, y los lienzos esperan vírgenes a que mi mano los acompañe en un dulce compás. Toda una vida nos aguarda Graciela. Esta es tu casa. La nuestra. La que siempre tuvimos cuando yo soñaba con verte cada verano. Comparto contigo cada instante, cada estampa, cada movimiento de tu cuerpo grácil. Observamos los rincones de nuestra piel, la sonrisa relajada en nuestros labios, mientras el aroma del café se extiende por el porche acristalado.

He cambiado la casa para nosotros. El armazón sigue vivo. La piedra robusta traída no hace mucho de las canteras. La que nos guarecerá del frío en las noches de invierno. Pero todo lo demás será nuevo. Lo crearemos juntos, escena tras escena. No te preocupes, yo me hago cargo, pues yo sé qué hacer Graciela. Lo sé.

Ahora debo dejarte un momento. Tú no te muevas, quédate ahí, con las piernas cruzadas y el borde dorado de tu bata rozando tus pies descalzos, y la taza de café calentando el abrazo de tus manos. Mírame mientras me marcho. Anhela que regrese pronto, listo para pintar nuestros cuerpos desnudos sobre las sábanas interminables del dormitorio. Y no apagues la música. Deja que suene la melodía y antes de que pueda apenas dibujarte un parpadeo, ya habré vuelto.

Abro la puerta de doble hoja de nuestro hogar. La que custodia el jardín de tejos, y echo a andar. Moralzarzal se reivindica en primavera. El valle se sacude el viento frío y los campos pelados del invierno. La nieve se funde en las montañas altas y los arroyos siembran de música las cañadas y los prados. Lindos paisajes para mis fotografías. A poco que dirijo mis pasos en línea recta ya me encuentro en un camino escoltado por viejos quejigos, cuyas hojas caídas a lo largo de innumerables otoños se acumulan en un humus informe a ambos lados del sendero. Caprichosos muros de piedra delimitan las parcelas. Me cuelo por uno de sus huecos y avanzo hasta tomar asiento en un tronco caído. Ese puede ser un buen lugar. Sí. Aunque a las copas de los fresnos aún les quedan unos días para cubrir los nidos, las primeras flores asoman ya, tímidas, moteando el verde con puntos blancos y amarillos, y pronto el cantueso y la retama esparcirán sus aromas por la dehesa. Sí. En este mismo lugar extenderé el pequeño picnic, y aquí nos sentaremos Graciela y yo, y disfrutaremos de esta primavera que nace. Hago pues, varias fotografías. Desde diversos enfoques. Imaginando la composición perfecta. El juego de luces y sombras que dará a nuestros rostros la expresión deseada. Le diré una vez más lo mucho que la quiero. Lo feliz que me siento a su lado. Lo inmensamente dichosos que seremos. Después ella me besará, una lágrima resbalará por su mejilla incapaz de contener ese sentimiento de deseo correspondido y con las últimas luces regresaremos. Aún habrá tiempo de encender un fuego y de paladear un buen vino antes de que el sueño nos venza.

He regresado. Acaricio los senos de Graciela con el reverso de mis dedos. Veo cómo se hinchan cada vez que toma aliento con su respiración inquieta. Su cuerpo desnudo reposa ingrávido sobre los pliegues de las sábanas almidonadas. El pelo azabache de su larga cabellera se esparce caótico, dibuja formas caprichosas y disemina un aroma a azahar por el dormitorio. Los suspiros entrecortados que se escapan de sus labios delatan su deseo de que el calor de mi cuerpo entre en contacto con el suyo. Me deslizo sobre ella. Me recibe asiéndome la nuca con una mano, paseando su lengua húmeda por mi cuello. Su otra mano recorre mi espalda. Sus torneadas piernas me envuelven. Percibo su piel ardiendo bajo mi vientre y un placer infinito cuando ya en su interior acerco mi cara a la suya y nos miramos fijamente a los ojos mientras nos mordemos los labios. Graciela gime con la primera acometida. Clava las uñas en mi espalda, tira de mi pelo y comienza a dibujar una danza irremediable. Su torso se curva una y otra vez, acompasando mi movimiento sobre ella. Afuera, en el salón diáfano, suenan los acordes tristes y pausados de “Strange Fruit” de Billie Holiday. La voz de la artista se quiebra con cada reclamo de su canción hasta que finalmente se detiene en un suspiro imposible, como el nuestro, y el silencio se apodera de todas las estancias. El cuarto respira el sudor limpio de dos cuerpos abrazados. Nos quedamos mudos y quietos. Tenemos miedo de que el más mínimo cambio nos haga olvidar ese lienzo perfecto, dónde no sobra ni falta nada. La mañana discurre serena y en ese día, en la casa de piedra nada más puede oírse entre sus muros.

Verano de 2030:

Examino tu mirada serena. No me la creo. Es imposible una madurez tan bella. Unos ojos tan perpetuos que siempre me cautivaron. Y ahora continúan su implacable hechizo que hace que los colores se mezclen y se revolucionen en la paleta movidos por mi pulso nervioso. Temo no poder plasmarlo con suficiente justicia. Si tan solo me aproximara un poco a lo que veo, ya estaría satisfecho. Yo te pinto Graciela. Te pinto. En los pinares de Cabeza Mediana. Esa mirada serena perdida en la distancia. Frente a nosotros el Pico del Águila nos desafía y abajo una gran lengua pajiza se extiende por el valle. Moralzarzal se rinde a nuestros pies. Los canalones de los tejados brillan con la solana y el anciano reloj de Frascuelo continúa lanzando el aviso del tiempo, que es breve y se nos escapa. Pero tú y yo nos hacemos eternos, pues yo sé qué hacer Graciela. Ya sabes. Yo me hago cargo.

En el salón diáfano la música no se detiene. Caballetes y bastidores se amontonan por todos los rincones. El aroma dulzón del óleo invade cada gramo de aire. Los lienzos, de variados tamaños y formas, esperan pacientes ser los protagonistas de nuestras vidas.

Graciela, yo te pinto. Cada vez son menos los espacios en blanco que no pueden contar una historia de ti y de mí. Muchos años hemos caminado por la vereda, y sentados en los escalones de la entrada hemos contemplado las púas de los tejos caer como una lluvia fina sobre el jardín. Los tejos, ¿recuerdas? Todavía conservo la rama que me regalaste hace casi medio siglo, y ahora comprendo lo que entonces no tenía sentido a los ojos de un niño. Como los tejos, nuestro tronco se ha ahuecado, ha envejecido. Pero no te preocupes, porque al igual que hace este maravilloso árbol, ya estamos rellenando ese vacío con savia nueva. Y yo la voy a hacer crecer Graciela, otro tronco poderoso va a sustituir al antiguo, completando los últimos espacios en blanco. Pronto las paredes de nuestro hogar estarán repletas, y cuando ese momento llegue ya habré levantado otras vigas, otros muros, y muchas más estancias observarán el inexorable avance de mis pinceles sobre el lienzo.

Aquel día, el de la rama de tejo, en nuestra primera despedida, yo solo era un niño, pero ya sabía que te podía querer como ahora. Aún te veo allí plantada junto a la lechería de Amalia, frente a los cántaros de leche cruda. El sol de Agosto había dorado tu piel. Las toallas húmedas nos colgaban del cuello. Olíamos a piscina. Tus labios, rojos y grandes, ya tenían la belleza de tu adolescencia. Me besaste. En este mismo instante puedo sentir sobre mi piel la humedad esponjosa de tu beso. Un solo beso en la mejilla. A los ojos del resto podría haber sido un simple beso, inocente y casto. Pero no fue así. Tú lo sabes. Me ataste a ti para siempre. Una cadena invisible que me acompaña desde esa tarde. Una voz que me susurra al oído allá donde dirija mis pasos.  

Hoy, cuando el cielo se encienda, extenderemos las hamacas bajo la carpa y encenderemos las velas. Tú leerás un libro. Yo me sentaré a tu lado y veré tu rostro temblar bajo la luz de la vela. Luego me apoyaré en tu regazo y quedaré adormilado, mientras te escucho pasar las hojas y huelo la fragancia de las lilas que se mecen con la brisa en la distancia.

Otoño de 2050, 16 de Noviembre:

Me cuesta verte Graciela. A veces me cuesta. Otras, te veo clara. Tu cabello perlado y tu figura esbelta, que conserva la dignidad de antaño. Cuando me miras me sonríes y tu voz de niña me sorprende. Pero cada vez más, desde hace un tiempo, aparece la niebla. Una bruma fina que desdibuja tus rasgos, que me impide usar los pinceles con la frescura acostumbrada. Desesperado te busco, y a veces solo veo una sombra que se desliza entre jirones de niebla, hasta que desapareces. Cuando eso ocurre cubro el lienzo, agacho la cabeza y me apoyo en el bastidor. Aguanto ahí un instante. Me invade un cansancio enorme. Y me siento solo, terriblemente solo. La música no se escucha. Hace tiempo que dejé de acompasar el toque del pincel con la cadencia de las melodías. Exhalo un largo suspiro y salgo afuera. Allí me desplomo sobre las escaleras del porche, envolviendo las rodillas dobladas entre mis brazos. ¿Dónde estás Graciela? ¿Dónde?

Cae el día. El cambio de hoja juega con los colores al atardecer. Junto a los tejos de mi jardín unos prunos exhiben sus hojas sanguinolentas. Noto el frío en mis huesos. La humedad los hiere. De repente sopla un viento racheado. El césped mal cortado del jardín se estremece, las hojas muertas suben y bajan como cometas que han perdido el rumbo. Mi cuerpo se encoge. Froto mis manos contra las piernas. Ese golpe de viento ha sido un primer aviso. El invierno se acerca. Es un viento helado que viene directo de la montaña. Con algo de dificultad me incorporo. El calor del interior me hará bien. Lo agradecerán mis músculos entumecidos. Pero en ese instante algo me detiene. No doy crédito. De pronto me doy cuenta que hay una parte del jardín que no me resulta familiar. ¿Cómo es posible? Tantas veces Graciela y yo hemos paseado por la vereda. Conocemos cada tejo y sus nombres. Juntos levantamos el camino de piedra que lleva hacia la puerta de doble hoja. Los rosales los regamos sin que un día echasen en falta su agua y sin embargo, ahora, aquí de pie, a punto de entrar al calor del hogar, aparece ante mí un lugar que no muestran los cuadros. El césped se eleva justo a mis pies, en suave pendiente. A un lado, los peldaños de una escalera ascienden zigzagueando hasta la cima de un montículo. Lo que hay más allá para mí es un misterio. Sin saber por qué un temor irracional me estremece. Es un pinchazo que se inicia en la boca de mi estómago y se extiende después al resto del cuerpo. No conozco ese sitio, pero al mismo tiempo me resulta terriblemente familiar. Como si en realidad siempre hubiera estado allí y fuese yo quien lo ignorara. Sopla otro golpe de viento. El sol se ha ocultado tras Cabeza Mediana. Bajo la oscuridad creciente varias hojas arremolinadas aparecen por detrás del montículo y caen girando como diminutos murciélagos hasta rodear mis piernas. Luego dan varias vueltas y tocan el suelo. Las observo. Son hojas de pruno arrancadas de sus tallos. Parecen lenguas de sangre seca despidiéndose del otoño que se escapa. Me pregunto qué habrá más arriba. Probablemente una nueva postal donde pintarte Graciela. Un rincón privilegiado que nos pasó inadvertido. Inicio el ascenso. Pero de nuevo ese miedo irracional pincha la boca de mi estómago. Me detengo en el primer escalón. Quizás mañana. Sí. Mañana ascenderé los peldaños. Ahora me acomodaré en mi salón y le daré a mi cuerpo descanso.

Otoño de 2050, 28 de Noviembre:

Aún no he subido esos escalones. Tampoco he pintado. No te he pintado Graciela. Lo he intentado con la música. Ni siquiera “Strange Fruit” de Billie Holiday te ha arrancado de la niebla. Estás aún más lejos. Apenas te oigo caminar o suspirar entre los árboles. Ya no arrastras hojas con el viento. Y no te veo Graciela. No te veo.

Estoy fuera de la casa. Sostengo mi vieja cámara pegado a la Fuente de los Cuatro Caños. Me encanta esa fuente. Es el corazón del pueblo. Su piedra gastada respira la sabiduría de miles de historias que deben ser contadas. Tú y yo hemos bebido de sus caños y jugado con el agua fresca, salpicándonos, o simplemente dejando sus chorros deslizarse por nuestras nucas. También nos hemos acomodado en alguno de sus bancos, y su melodía continua nos ha acompañado muchas noches, en la quietud del verano. Y ahora te busco Graciela. Entre sus vetas. En el agua que cae. Busco un ángulo perfecto que me devuelva a ti. Que te traiga otra vez mostrándome tu eterna sonrisa. La grácil figura de tu cuerpo rasgando la niebla. Recorro la fuente por todos sus lados, desde todas las perspectivas posibles. Los vecinos me observan extrañados y en silencio. También curiosos. Parecen buscar al protagonista de mi apasionado esfuerzo. Sus miradas los delatan. Quieren ver más allá de la fuente. Como yo. Quieren que les cuente a quién busco. Pero, ¿a quién busco? ¿Cuál es su nombre? Tengo sus ojos negros clavados en mi mente. Viven en una oscuridad cada vez más densa. Casi la puedo masticar. ¿Quién da nombre a esos ojos? ¿Por qué en un momento siento que no sé qué hago allí? ¿Por qué disparo esta vieja cámara?

Bajo los brazos y arrastro los pies hasta caer sobre el muro del pilón. Allí me quedo tirado, la mirada perdida y mis manos temblando. Los vecinos murmuran unas palabras y continúan su camino. Junto a mí, el agua de los caños no cesa en su latido. Pienso que quizás sea hora de volver a casa. De refugiarme entre sus muros. A lo mejor en mi cobijo ella vuelve y me sonríe. A lo mejor me trae su nombre escrito. Así podré pintarlo sobre el lienzo más blanco. Solo su nombre. Sin más artificios. Se acabaron los atardeceres, y el paseo por la dehesa después de la lluvia, y la flor del cerezo moteando las aceras en la pequeña primavera. Solo su nombre. Elegiré el marco más bonito. Lo pondré en el sitio más visible y así nunca volveré a preguntarme dónde te has ido.

Otoño de 2050, 20 de Diciembre, cinco de la tarde:

He girado todos los cuadros. Los que no cuelgan de las paredes los he cubierto con sábanas. Mi casa se ha convertido en un espacio lúgubre y extraño, y no me siento parte de ella. Es como si fuese un intruso. Como si durante muchos años hubiera tomado posesión de algo que no me pertenece. Me he pasado los días, sin descanso, obcecado en borrar de mi vista todas las pinturas. No me reconozco en ellas. Me veo y sé qué soy yo, pero no sé qué hago allí, junto a esa joven o mujer o anciana que me acompaña. Sin duda es muy hermosa. Me doy cuenta que me he esforzado de veras, en cada pincelada, en mostrar todo lo que pueda reflejar su interior, o el simple paso del tiempo en sus rasgos a través de mis ojos. No ocurre lo mismo conmigo. Nunca soy el foco del cuadro, y aparezco siempre como difuminado. Son mis rasgos, pero estos no revelan nada. Ni alegría, ni frío, ni enfado…nada, y los colores están apagados. Hasta los paisajes del fondo se hacen más visibles que yo. Soy un mero espectador. Desconozco por qué me he incluido en los cuadros. En realidad desconozco muchas cosas. O todo. No sé quién soy. Solo que pinto. No sé cuánto tiempo llevo habitando esta casa, aunque sí sé que hace tantos años que ignoro qué otra vida llevaba antes, fuera de estas paredes. ¿Y por qué ella siempre está conmigo? ¿Y por qué solo en los cuadros y no junto a mí, ahora, en este porche frío?

En mi mano sostengo un papel enrollado. Está sujeto con una cinta. Es grueso. Seguramente un papel de dibujo. La hoja arrancada de un cuaderno. Debe ser muy antigua porque el papel se ha vuelto amarillo. La encontré hace unos días en el fondo de una torre de trastos acumulados durante años y aún no la he desenrollado. Me resisto a hacerlo. Quizás por la misma razón por la que no asciendo esos escalones. Es un temor irreverente. Una sensación de vértigo. Puede que sea la certeza de que tras el último peldaño o sobre el papel extendido, encontraré la respuesta a todas mis preguntas.

¿Y si no puedo soportar la verdad? ¿Y si lo que veo me aterroriza tanto que hace que pierda la cordura? Mis manos tiemblan cuando mis dedos tiran de la cinta y el papel se estira con un ruido apergaminado. Tengo los ojos cerrados. Los abro con lentitud, como un ciego que hace años perdiera la visión y después de una operación le quitaran las vendas, y se resistiese a levantar los párpados por miedo al fracaso más absoluto.

Examino la lámina. Al principio, lo que veo, no me dice nada en particular. Es un dibujo a carboncillo. Un retrato inacabado. Los delicados rasgos de una niña se adivinan en una composición que va poco más allá de un boceto. Sus trazos, aunque reflejan cierto estilo, resultan infantiles. Creo que fue un niño el autor del dibujo. Mejor dicho, estoy seguro. Sí. Porque ese niño soy yo. Es curioso, pero en esos escasos trazos reconozco la esencia de mi pintura. Luego la he adornado, la he embellecido según he ido experimentando nuevas técnicas y sensaciones. Pero después de todo, la esencia sigue ahí, imborrable al paso de los años.

La examino con mayor detenimiento. Me tomo el tiempo necesario, y entonces ocurre. Yo conozco a esa niña. Sus ojos sí están terminados. Ojos negros y grandes que traspasan la hoja apergaminada. Aquel día, junto a la lechería de Amalia podría haberle correspondido con mi regalo, con el retrato terminado. Pero aún no estaba completo. Recuerdo que era apenas una sombra de lo que quería conseguir. Quería pintar a Graciela de forma que ni el mismo Miguel Ángel pudiese igualar el resultado final. Por eso nunca llegó a sus manos, y también porque se fue antes de tiempo. Agosto coleteaba y ella me sorprendió con su despedida. Ya no la vería hasta el siguiente verano.

Graciela. Así que eres tú a la que pinto. La que me acompaña en todos los momentos. Bien joven y lozana, haciendo el amor enredados entre las sábanas del cuarto, o anciana, de inusitada belleza, cogiéndome el brazo por la vereda. Pero es muy extraño. Ahora podría dibujar o escribir cada sensación de todos los segundos vividos en nuestra primera despedida. Si pienso en las palabras que nombraste, o en cómo caía la luz en tu cara, pues ya moría la tarde de Agosto, o en el dolor que sentí cuando al fin te giraste y echaste a andar sin volver el rostro, todo lo desgranaría pincelada a pincelada, o sílaba a sílaba sobre el espacio en blanco y, sin embargo, nada, absolutamente nada puedo recordar de lo vivido contigo a través de esas pinturas que saturan todos los rincones de mi hogar. No me conmueven, porque siento que en realidad yo nunca he estado allí, ni que tú seas real. Tan solo el producto de una mente enferma. Graciela, ¿por qué te ocultas? ¿Por qué no soy capaz de saber qué vida hemos llevado?

Levanto la mirada del dibujo y la fijo directamente en los escalones que coronan el montículo. Veo claro que tengo en mi mano la mitad del mapa del tesoro. Este dibujo infantil que te ha vuelto a traer. La otra mitad la encontraré cuando ascienda los peldaños, así que salgo del porche y sin pensarlo muevo las piernas como un autómata mirándome la punta de mis zapatillas hasta alcanzar la cima. Solo entonces me atrevo a dirigir la vista al frente.

A mis pies se extiende una piscina cubierta de cieno y agua negra. Muchas de las losas que la rodean están partidas, las escalerillas oxidadas y la mala hierba crece a sus anchas en esa parte del jardín. Nadie ha pisado aquí en años, y sin embargo, yo me he zambullido en esta piscina.

Cuando junto las dos partes del mapa y comienzo a ver un pequeño hilo de donde tirar, todo cobra su sentido, mi mente se abre y mis rodillas se doblan, y caigo con las palmas apoyadas sobre el suelo. Veo mi cara reflejada en el agua negra. Una sombra grotesca de mí mismo. Como la vida que he tenido desde la fatídica noche. Sí. También podría pintar esa noche pincelada a pincelada. Ocurrió cuatro veranos después de nuestro primer encuentro. Por fin nos besamos. Yo no pensé que algo así pudiese suceder. Percibir la calidez de tus labios sobre los míos. La emoción de sumergirnos en esta piscina, de colarnos en esta casa que no nos pertenecía, y en el agua clara abrazarte y sentirte después de tantos ruegos hechos en vano verano tras verano, desde el día en que te apareciste con tus piernas de alambre en mitad de la plaza del mercadillo. Sí. También fue la noche en la que te perdí para siempre. Aquella en la que descubrieron nuestro secreto. Para ellos éramos unos intrusos, para nosotros aquel lugar casi nos pertenecía por derecho. Todo ocurrió muy rápido. Te asustaste y resbalaste. Tu cabeza golpeó con el borde de la piscina y tu cuerpo inerme flotó como una balsa sobre el agua. Ahora recuerdo cómo me abalancé sobre ti y cómo no pude hacer más que llorarte. Revivo la escena con total nitidez, siento el ahogo y la angustia, me cuesta respirar, mi rostro se contrae en un gesto de dolor. Esa noche me convirtió en lo que ahora soy, un ser desdichado, un fantasma que ha pasado por la vida de puntillas, un actor en su decorado de cartón piedra.

Ese debió ser el último cuadro. Pero nunca lo pinté. Lo había borrado de mi memoria. Si no hubiese sido así, yo no habría vuelto tiempo después a Moralzarzal, esclavizado por tu recuerdo. No habría comprado aquel lugar maldito, ni construido una vida vacía a partir de una mentira. Tú solo has existido en la mente de un loco Graciela. Un loco que te ha perseguido día y noche entre la niebla y que ahora, al final del camino, se ha dado cuenta de la terrible verdad.

De nuevo observo la sombra grotesca de mi rostro en el agua negra. Me dan ganas de mezclarme con el lodo, de tragarme el agua sucia, de poner fin a una existencia caricaturesca. Aún sostengo el dibujo en mis manos. Lo miro con odio, lo rompo en pedazos y los lanzo tan lejos como puedo. Los trozos vuelan mezclados con las hojas encarnadas de los prunos hasta caer sobre el cieno del fondo de la piscina. Luego, noqueado, sin apenas fuerzas para mover un músculo, arrastro mi cuerpo escaleras abajo y entro en el salón diáfano. Ya solo me queda una cosa por hacer.

Otoño de 2050, 20 de Diciembre, ocho de la noche:

Me despido de ti, Graciela. Para siempre. Prendo fuego a mis lienzos. A mi vida. Ya nada más puedo decirte. Estoy tumbado sobre la hierba. Siento su frescor en mi cuerpo desnudo mientras contemplo la fachada del que ha sido mi hogar. Sus ventanas escupen humo y fuego. Los cristales estallan, la madera cruje y las vigas se vienen abajo consumidas por el calor, y dentro mis pinturas se evaporan. Los lienzos que tanto amé, los pinceles que tantas tardes alimentaron nuestra quimera. Adiós Graciela.

jueves, 23 de febrero de 2017


CRECIMIENTO DE VIDA:

LA SEGUNDA OPORTUNIDAD

Voy a confesar algo que hice mal. Cierto que no fue un crimen ni nada que se le parezca, pero no estuvo bien.

Resulta que una mañana de tantas llevaba a mi hijo de dos años y medio a la guardería cuando, al llegar al vestíbulo del portal, eché un vistazo a mi buzón y me percaté de que había algo. Cogí la llave y lo abrí; y lo que encontré fue publicidad; un folleto enorme y doblado.

Entonces apareció una voz y me susurró: “Si devuelves la publicidad a tu buzón, cuando vuelvas, ¡tendrás que abrirlo de nuevo, subirlo por las escaleras y echarlo a la papelera de tu casa! ¡Madre mía! ¡Qué pereza da eso! Mejor aprovecha y deshazte de él ahora mismo. ¡Enchúfale la publicidad a un vecino!”.

Sí. Lo confieso. Lo hice. Escogí uno al azar y arrojé en él el folleto. Reconozco que en ese momento la seductora voz se dibujó en mi mente como un demonio sonriente. Pero entonces, ocurrió algo. Escuché otra vocecilla. Era la de mi hijo de dos años y medio. Este sostenía un folleto idéntico al de la publicidad de la cual me había escaqueado. Lo había recogido del suelo. Mi hijo me miró con los ojos bien abiertos tendiéndome el folleto y dijo:

_ ¡Toma papá! ¡Otro!

Bien. La voz demoniaca apareció de nuevo aunque, esta vez, la neutralicé con una simple sonrisa. Sí, me reí, porque alguien o algo me estaba dando una segunda oportunidad. Así que cogí a mi hijo de la mano, abrí la puerta del portal y lo conduje hasta una papelera donde arrojamos el FOLLETO.

Bueno, a veces sucede. Sí. Ocurre que de repente se abren ventanas de oportunidades para rectificar, para ser mejor personas. Es cierto que de nada sirve fustigarse por ciertos deslices, pero ¡claro!, si eres unos de esos agraciados a los que se les brinda la gran oportunidad de demostrar que HAS APRENDIDO; ¿no la vas a aprovechar? ¡Piénsalo!

Por cierto, perdona vecino, si entonces no sospechaste, ahora seguro que me has pillado J

CRECIMIENTO DE VIDA:

LOS VALORES A MEDIAS:

Me preguntaba el otro día una alumna – amiga de mi taller de escritura creativa, algo parecido a esto: ¿Qué está pasando en el mundo, David?, ¿qué ocurre para que una mujer sea golpeada, pateada y luego arrastrada de los pelos en el descansillo de un portal y secuestrada en un ascensor camino de la madriguera de su agresor?, ¿qué ocurre para que en Madrid hayan ascendido las agresiones a homosexuales?, ¿qué está pasando para que en Rusia ser gay sea una enfermedad? Y yo añado: ¿Qué está ocurriendo para que, por WhatsApp, circulen mensajes alegrándose y regodeándose de la muerte de Rita Barberá, a pesar de que haya podido actuar de forma, como mínimo, poco ética, o de la muerte de un niño que está a favor de las corridas de toros?, ¿qué mundo estamos sembrando para que haya personas que idolatren al dictador Fidel Castro o que aplaudan el ascenso de la ultraderecha en Europa?, ¿qué mierdas sucede para que a Fernando Trueba se le estigmatice por no sentirse ni cinco minutos español?, ¿qué locos nos estamos volviendo para que haya personas que normalicen en su lenguaje palabras vejatorias como “sudaca”, “pancho” o “panchito” para referirse a personas de países sudamericanos?, ¿qué ocurre para que, día a día, se sucedan un sinfín de preguntas como estas?

Yo le respondí que, lo que en mi opinión ocurre, es que hay una PROFUNDA CRISIS DE VALORES. Es más, creo que hay una PROFUNDA INDEFINICIÓN DE VALORES.

¿Y que son los valores? Pues los valores son motores de pensamiento y actuación que, la mayoría de las veces, operan a un nivel inconsciente. Los valores motivan e impulsan nuestros comportamientos y, en parte, son muy responsables de definir una porción de quiénes somos. Y lo que yo creo es que nos vendría de vez en cuando muy bien hacer conscientes nuestros valores, para no decir o estar a favor, hágase el caso, de las barbaridades arriba expuestas.

Por ejemplo, si yo tengo meridianamente claro que un valor para mí fundamental es la DEMOCRACIA, entendida esta como aquella forma de gobierno en el que la soberanía reside en el pueblo a través de la elección, por este, de sus representantes (soy consciente de que la definición es insuficiente y que no solo en esto consiste la democracia, pero este artículo no es un ensayo de cuatrocientas páginas sobre la misma) si como digo, la DEMOCRACIA es un valor fundamental para mí, y lo sé, y lo he reflexionado, y estoy convencido de ello, ¿cómo demonios puedo justificar la dictadura de cualquier CACIQUE, aunque comparta cierta tendencia ideológica de derechas o de izquierdas con él?

Y es que, aquí viene el segundo problema después de la CRISIS DE VALORES, que es su INDEFINICIÓN, o lo que es peor: TENER VALORES A MEDIAS.

¿En qué consisten los VALORES A MEDIAS? ¿O los valores cuando me interesan? ¿O los valores según sople el viento?

Pues consisten, por poner uno de tantísimos ejemplos, en aquellas personas que, considerándose demócratas y de derechas, rechazan categóricamente las dictaduras, eso sí, las de izquierdas, porque las de Franco o Pinochet, tuvieron sus virtudes. Pero no se me enfaden estos supuestos demócratas de derechas, que hay para todos, porque luego vienen esos que, etiquetándose de izquierdas y también, ¡faltaría más!, poniéndose a los pies de la democracia, tildan de héroe a Castro, o no ven nada extraño en el gobierno de CHAVEZ – MADURO. Y así vamos, y así nos indefinimos con los valores a medias, y así decimos las barbaridades que decimos y así creamos la sociedad crispada y envenenada que aparece en los medios y en las redes sociales; porque soy demócrata cuando me interesa, porque soy tolerante cuando me interesa, porque estoy en contra del escrache cuando me interesa, porque, porque y porque, y así, hasta el infinito y más allá.
Mis escritos: "Graciela". Con este cuento, "Graciela" (2010), quedé finalista del Premio Don Manuel de narrativa corta de Moralzarzal. Mi alegría fue inmensa. Primero porque era la primera vez que quedaba finalista en un concurso literario y segundo, porque Moralzarzal es el lugar en el que vivo, un pueblo de la sierra madrileña con un entorno privilegiado.
De media, se suelen presentar cien relatos al certamen, y los ocho finalistas conforman un libro que el ayuntamiento reparte gratuitamente entre todos los vecinos. El premio tiene una dotación de ochocientos euros, y participan escritores de toda la península y Latinoamérica. Gran iniciativa que se ha mantenido a lo largo de los diferentes equipos de gobierno. Espero que continúe por mucho tiempo.
Este relato tiene partes muy autobiográficas, como los sitios de "copas", el mercadillo, o los chapuzones nocturnos... Ahí va:

                                                                        Graciela

            Hoy tiene que ser el primer día de una vida nueva. Ayer eché de casa a otra chica estupenda. Esta me ha regalado un año entero de su existencia. Me ha preparado el desayuno todas las mañanas, he saboreado el delicioso aroma a café y tostadas, me ha hecho el amor con abrumadora generosidad y me ha insinuado la posibilidad de despertarse junto a mí el resto de sus días. Y yo la he rechazado, con el mismo desprecio con el que emborrono los cuadros de mi estudio, al llegar a la conclusión de que mis pinturas no conmoverán ni al espectador más sensible. A estas horas la chica estupenda no habrá pegado ojo, o quizás sí, unos minutos, entre pesadillas y taquicardias, y ¡pobre ingenua!, pensará en llamarme para que le diga que me perdone, que he sido un ingrato, que sí que la quiero. Pero no la quiero, para mí es indiferente, un nombre más. Solo siento pena por ella. Es todo lo que puedo regalarle. Y al final siempre quedo yo, insatisfecho, hambriento, buscando otro plato que de manera frugal me quite el apetito, al menos por un tiempo. Pero se acabó, me he levantado temprano, decidido a enfrentarme con la sombra que me persigue, y que me hace tener tantas relaciones de cartón piedra y tantos cuadros incompletos. Esa chica no se merece una año de vida robada, tampoco las demás. Soy un ladrón de tiempo de vidas que no me pertenecen. Después de un desayuno ligero he salido a la calle y he aspirado el aire congelado. Nieva en Madrid. He subido a mi coche para hacer un viaje que llevo postergando más de veinte años. Voy camino de Moralzarzal, un pueblo de la sierra norte situado en medio de un valle salpicado de arroyos. Allí empezó todo, una tarde de verano de mil novecientos ochenta y cinco.

            La primera vez que vi a Graciela tenía doce años, y el mundo se me volvió del revés. Ignoro que sentirán los reos cuando en el patíbulo miles de voltios chamuscan cada pelo y fibra de su cuerpo, o cuando un surfero ve aproximarse la gran ola que siempre ha soñado, pero es lo único que se me ocurre para intentar explicar lo que experimenté en aquel momento, cuando tuve consciencia de ella, con una salvedad importante, yo no esperaba nada, ni ser electrocutado ni la gran ola. El único sentido en mi vida pasó a ser Graciela. No la vi aparecer, era como si alguien hubiese pulsado un interruptor y de pronto allí estaba, en mitad de la plaza del mercadillo donde Juan vendía el pescado y Andrea y su hijo Fernando despachaban la fruta y la verdura. A esa hora los cierres estaban echados. Se interpuso entre mi pelota y la pared que hacía de compañera de juego, era ella, con su cuerpo delgado y las piernas de alambre.

            _Hola me llamo Graciela_ me dijo sonriendo _mis padres han alquilado una casa en la travesía de Antón ¿eres de aquí?

            “Soy veraneante, este es el quinto año viniendo a Moral, me llamo David, después de cenar he quedado con unos amigos para jugar así que si quieres vente”. Eso me gustaría haberle dicho, pero no lo dije claro, si no que me quedé mirándola, con la pelota en la mano y los cordones de las zapatillas “tórtola” desabrochados, atrapando el eco de su voz juvenil. Nunca vi un pelo tan negro, ni unos ojos tan oscuros, brillaban como el lustre de los zapatos de etiqueta y su piel respiraba el moreno que deja el empuje del viento y el mar. Sus labios hinchados eran como una herida abierta que descubría unos dientes blancos como el lienzo de mis pinturas antes de aplicar el carboncillo y tan perfectos como las piezas ensambladas por un artesano relojero. Ignoró mi silencio.

            _Llevo una semana encerrada en casa y hoy he decidido que quiero un amigo, ¡así que te tocó!_ alargó la mano y me dio un golpecito en la frente mientras sus ojos chispeaban y se llevaba los dedos a los labios riendo entre dientes.

            Nunca olvidé aquel primer roce, mi primer contacto físico con Graciela, me azoré de tal forma que respondí con un hilo pastoso de voz.

            _Vivo aquí, en la travesía de la Peñuela, soy David.

            La pelota se me escapó de las manos y fue botando y perdiendo fuerza hasta que quedó muerta, apoyada en un palé manchado con restos de tomate.

            _Bueno David pues no te olvides de mí_ dijo mientras se apartaba un mechón de pelo que le cruzaba la cara, _estaré aquí todo el verano así que podremos jugar a un montón de cosas.

            Una señora la llamó desde la esquina del bar Sol. Se marchó. Me quedé solo, mirando a la nada, hasta que las nueve campanadas del reloj de Frascuelo me indicaron que era hora de cenar.

            Que no la olvidara me dijo, y no lo hice, no lo he hecho nunca. Si me preguntaran cual es la canción favorita o la fecha de cumpleaños de mi última chica estupenda me quedaría mudo, pero si tuviese que describir cómo Graciela se cogía una coleta manejando con maestría sus dedos y la goma del pelo como si fuera la cuerda de un violín o cómo doblaba la lengua tocando la punta de su perfecta nariz mientras me miraba bizqueando los ojos, si me armara de valor y dibujase aquellos momentos, lo haría como Miguel Ángel plasmó sus sueños en los techos de la Capilla Sixtina.

            Todas las noches después de cenar nos reuníamos los amigos para jugar al escondite, al “bote” “bote”, al “churro va”. Allí estaban el “Bici” con su hermano Javi, Jesusín el hijo de la pastelera, Fernando el frutero y dos hermanos franceses que chapurreaban el español y por supuesto Graciela. Y así pasé el verano, entre juegos, saboreando su compañía, su sonrisa, sus ojos brillantes. Si alguna vez no se presentaba, aquellos divertimentos me parecían incompletos, como un “play móvil” con algún miembro amputado de esos que castigaba en el rincón más alejado del cuarto.

            Una vez Graciela y yo nos escondimos en un callejón muy estrecho cerca del quiosco de golosinas de la señora Ebelia. Fernando vigilaba su puesto. Nosotros esperábamos para salir corriendo de nuestro escondrijo y tocar la pared antes que él. Pero yo no quería correr, quería estar allí, en aquel espacio minúsculo, con Graciela, su mano derecha rozando mi mano izquierda, mientras Fernando nos buscaba. Entonces se aproximó a nosotros, y Graciela, nerviosa, me agarró la mano con fuerza acercándose aún más a mí. Su melena se enredó en mi cuello y aspiré un aroma fresco como el de las lilas del patio de mi casa. Pensé en darle un beso, pero de pronto todo se rompió, Graciela salió corriendo y tocó la pared y yo ocupé el puesto de Fernando en la ronda siguiente.

            Pero para mí las noches no eran suficientes y me pegaba a ella siempre que podía. En la piscina municipal jugábamos a las cartas, a hacer solitarios que a ella siempre le salían pero a mí no, y me encantaban sus finas muñecas, rodeadas de gomas de colores que se deshacían con los deseos cumplidos.

            Un día, a finales de agosto, regresamos en bicicleta después de darnos un baño, íbamos abriendo y cerrando las palmas y poniendo los pies en el manillar cuando la bici de Graciela pinchó.

            _El señor Mateo lo arreglará por veinte duros _ le dije observando la cubierta de la rueda aplastada contra el suelo _si quieres mañana vamos a verlo.

            Ella me miró fijamente y una sombra imperceptible pasó por delante de su eterna sonrisa. Los ojos le brillaron.

            _Mañana ya es tarde, esta noche nos marchamos a Madrid.

            Las palabras salieron de su boca lentamente, como destiladas a través de un alambique. Sonaron como una sentencia de muerte. Me quedé clavado, sujetando mi bici de hierro, mirando la cámara pinchada en medio del camino. Un ejército de hormigas lo cruzaba, transportando alimentos, preparándose para el otoño que caía como una sombra en las frescas noches de la sierra. Pensé en pisotear las hormigas, destrozar aquella caravana disciplinada y convertirla en un amasijo de puntos retorcidos. Me gustaría haberle dicho a Graciela que no era posible, que eso no podía ocurrir, que las leyes de la naturaleza no lo permitirían. Desprecié mi vida y odié al mundo en general porque yo no había hecho nada para merecer aquella terrible injusticia.

            _ ¡Eh!, ¡Bobo!_ la escuché como si me hablara a través de una pared _ ¡Vamos! O llegaré tarde para hacer mi maleta_ y caminó.

            Eché a andar parejo a ella pero en silencio. Graciela habló todo el rato. De Madrid, de sus amigas del colegio, de las clases de baile a las que pensaba apuntarse, en definitiva, habló de cosas que sucederían en los diez meses que pasaría sin verla. El atardecer encendió el campo, caminamos entre las retamas arrastrando las bicicletas, masticando en el aire el final del verano, llegamos al asfalto y bajamos por la calle de las Eras, donde se separaban nuestros caminos. Allí plantado levanté la mirada y vi a Graciela más guapa que nunca. Jugaba distraída con una mochila azul. La abrió, sacó algo de su interior y me lo ofreció. Parecía un trozo de árbol.

            _Toma, para ti, es una rama de tejo, la cogí el otro día en el parque de la Tejera.

            _Gracias, ¡qué bonito! _ le dije alargando la mano, con el mismo tono que cuando el presidente Arias Navarro anunció la muerte de Franco por la tele.

            Graciela rió a carcajadas.

            _ ¡Pero qué bobo eres!, ¡qué va a ser bonita una rama de tejo!, es más bien fea tonto, pero quería regalártela.

            _Ah, pues yo no tengo nada_ dije sin pensar.

            _No importa, un regalo es un regalo_ y continuó hablando mientras el mundo se volvía sordo a mi alrededor y solo escuchaba sus palabras.

            _Mi abuelo dice que los tejos son los reyes de los árboles, que es imposible saber su edad porque cuando se hacen viejos su tronco se ahueca, desaparece y con él los anillos que delatan sus años y al final solo queda la carcasa_ dijo con vehemencia _ pero lo mejor de todo es lo que pasa después, de sus raíces surge una que crece y crece hasta convertirse en un nuevo tronco que rellena la carcasa del árbol hueco y al final nunca se sabe si un tejo aparentemente joven es en verdad un árbol milenario.

            Y sucedió, se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla.

            _Adiós David_ dijo y me miró unos instantes, con la boca entreabierta y los ojos brillándole como a una muñeca.

            La observé, quería devolverle el beso, pedirle un rato más, dar una vuelta a la manzana con su bici rota. Pero el momento pasó, se giró y desapareció  por la travesía de Antón.

            _Adiós_ le contesté cuando ya no me oía, mientras el tacto esponjoso de sus labios aún rebotaba en mi mejilla. Sostuve en la mano la rama de tejo. Pensé en las carcasas, en los troncos, en las raíces y no entendí nada. Solo que se había marchado, y que le había mentido, porque sí tenía algo para ella, un dibujo a carboncillo de su rostro que pensaba regalarle al final del verano, un retrato que nunca terminé.

            En poco más de media hora he llegado a Collado Villalba, está amaneciendo, la nieve me ha acompañado todo el camino, copos suaves que no me impiden seguir avanzando. Al ascender una pequeña vaguada ha aparecido el monte del Telégrafo, envuelto en un velo de seda blanca, salpicado de pinos y roquedos y en la ladera este he reconocido las casas de piedra y la torre del reloj de Frascuelo y las dehesas de encinas y fresnos. Allí está Moralzarzal. Viendo la estampa recuerdo mi atonía el resto de aquel verano, era como tener siempre unas décimas de fiebre, caminaba con los hombros encogidos y la espalda gacha, como perdiendo altura, hasta que por fin llegó septiembre y pude regresar a Madrid.

            Se sucedieron los meses y sufrí como un bofetón los estragos de la pubertad, la nariz se me hizo grande en mi cara de niño y una pelusa gris embadurnó la parte superior de mis labios. No me reconocía en el espejo y cuando hablaba parecía uno de los gallos que se pavoneaban en el huertito de la señora Carmen. Mis padres retrasaron un mes el alquiler de la casa, pero por fin llegó agosto y pronto vería a Graciela.

            Bajé del coche precipitadamente, descargué un par de bolsas del maletero y aterricé en la plaza del mercadillo con un bol de chinchetas en el estómago. Estaban todos, el “Bici” con su hermano Javi, Jesusín el hijo de la pastelera, Fernando el frutero, y los dos hermanos franceses que chapurreaban el español, pero no estaba Graciela. Las chinchetas desaparecieron y fueron sustituidas por un saco que tiró de mi espalda hacia el suelo.

            _ ¿Y Graciela?_ pregunté.

            _Ya no viene por aquí_ contestó el Bici _sus padres han alquilado una casa en la urbanización La Herradura, el otro día me la encontré, iba con unas amigas.

            “¿Y cómo estaba?, ¿te preguntó por mí?” me salió decirle, pero no dije nada, bueno sí, que me encontraba mal, me marché y me acosté sin cenar. Apenas vi a Graciela aquel verano, en su urbanización había piscina así que no pisaba la municipal y tampoco aparecía por el mercadillo. Se bajaba a Villalba en el autobús de V.López con sus amigas nuevas a una discoteca que se llamaba Pachá. En nuestro reencuentro me la choqué de cara en el autobús, yo bajaba, ella subía, yo venía de Madrid  y ella iba a la discoteca. Me quedé paralizado.

            _Hola_ le dije como masticando piedras.

            _ ¡Hola David! _ me contestó sonriendo. Estaba distinta, pero al contrario que a mí la pubertad no la había maltratado. Sus labios eran más gruesos y sus piernas no eran de alambre sino que ocupaban todo el ancho de sus pantalones. Ya no había pliegues, la ropa se le ajustaba como la escayola en un molde. El coche de línea se marchaba.

             _Pensaba que no te iba a ver en todo el verano_ dijo subiendo las escalerillas_ el Bici me contó que llegarías más tarde, bueno, a ver si nos vemos.

            “¡Claro que sí!, ¡mañana mismo!, ¡esta noche si quieres!” pensé. Me quedé tieso, se sentó y se giró hacia mí, agité la mano como un pasmarote, mientras intuía su figura detrás de las lunas veladas del autocar que desapareció rugiendo por la avenida de la Salud.

            Agosto se me escapó de las manos, el escondite, el “bote” “bote”, el “churro va” dejaron de ser juegos divertidos, solo hablábamos de fútbol y peleábamos al estilo “Kung fu”.

            La última vez que ese verano me crucé con Graciela no me vio. La espiaba oculto entre los vestidos de uno de los puestos del mercado ambulante que todos los jueves se instalaba en la calle Iglesia, mientras ella revolvía junto a sus amigas un montón de bolsos que se agolpaban en el puesto contiguo. De pronto levantó la vista en mi dirección. Me escondí, sentí vergüenza y escapé, perdiéndome entre el olor a cuero y el aroma a cebolletas y berenjenas que invadía el mercado. Llegué a casa abriendo la puerta de golpe, como si me persiguieran por haber robado alguna cosa. Al día siguiente, nos subimos en el coche camino de Madrid. De aquel verano solo tengo esos dos recuerdos, el autobús y las cebolletas, todo lo demás está hueco, los días de aquella parte de mi vida son del mismo color que el paisaje nevado que me rodea al aproximarme a la entrada del pueblo. Poco después a mi padre lo despidieron del trabajo y se interrumpieron las estancias veraniegas en Moralzarzal.

            Pasaron tres años. Me enamoré de una chica estupenda, o eso creía. Probé el sabor de los besos y me excité con el roce de nuestros cuerpos queriendo traspasar las ropas virginalmente amarradas. Pero de pronto un día, sin previo aviso, sus besos me resultaron insulsos y toscos y el contacto de su cuerpo me ahogó como si aguantara un minuto la respiración bajo el agua, y así inauguré mi larga e indigna lista de chicas rechazadas. Me invadió un hambre voraz. Quería estar siempre en la cresta de la ola, con las hormonas encendidas y a esa joven desconsolada le sucedieron otras que al final me saturaban, como cuando untamos demasiada mermelada y mantequilla sobre una tostada pequeña y apenas apreciamos la textura del pan. Entonces pensaba en Graciela, todos los días, en su melena negra, en el tacto suave de sus manos y olvidaba mi atroz apetito, hasta que me percataba de su ausencia y volvía a salir en busca de otra chica estupenda.

            Mi padre lo anunció un domingo en la comida, “por fin hay dinero, este verano volvemos a Moral”. Un trozo de filete se me atragantó, tosí convulsivamente hasta que lo expulsé y pude respirar.

            Estoy en Moralzarzal. He aparcado el coche al lado de una plaza de toros enorme, donde recuerdo, antes había un prado repleto de zarzamoras. Ha dejado de nevar, pero camino con cuidado, a esta hora de la mañana aún no han echado sal en las calles. He llegado hasta la Travesía de la Peñuela y me he parado ante mi antigua casa. No está. En lo que era el patio hay un local que anuncia la venta de sanitarios. Tampoco existe el mercadillo, lo han sustituido por una ampliación de la casa consistorial. Solo sobrevive el reloj de Frascuelo, con su torre coronada por nidos de cigüeñas ahora abandonados, y mientras los contemplo, hago memoria de mi último verano en Moral.

            Mis amigos seguían allí y se habían incorporado otros que el Bici me presentó. También me enseñó el nuevo parque de aventuras, Tarambana y Tragapanes, los dos pubs del pueblo, y los minis de cerveza en vasos de plástico. Los apurábamos rápido y después nos rascábamos los bolsillos hasta juntar doscientas pesetas que invertíamos en comprar más cerveza. Nos envolvió el rugido de las motos, la Rieju, la FDS Derbi de 49 centímetros cúbicos y Vespinos sin marchas que conducían las chicas. Y desde las escaleras que unían los dos bares se veían las luces de Villaba, donde si se terciaba bajábamos a Taboga, un discoteca que aguantaba hasta las seis de la mañana.

            Un día, a la semana de mi llegada, estábamos tomando cerveza sentados en las escaleras, cuando apareció una moto escupiendo aceite y olor a motor. Una joven agarraba la cintura del chico que conducía. No se les veía la cara porque llevaban puesto el casco. Al pasar por mi lado me pareció que ella giraba la cabeza y se fijaba en mí. La seguí con la vista, el chico paró justo en la puerta del Tarambana. La chica desmontó y se quitó el casco. Era Graciela. La reconocí al instante. Sí. Era ella. Su melena oscura, rebelde, se deshizo como un castillo de naipes y se precipitó sobre sus hombros. Llevaba un vestido corto  y negro, se le ceñía perfecto a la cintura y calzaba unos zapatos del mismo color, que se anudaban a los tobillos con cintas entrelazadas que le llegaban hasta sus torneados gemelos. Me escondí detrás del Bici. Por encima de su hombro vi que miraba hacia nuestro lado. Sentí pánico. Cerré los ojos. Los volví a abrir. Ya no estaba. Empezó a faltarme el aire. Me levanté sin decir nada, entré en el Tragapanes y pedí un mini de cerveza. Tino me lo sirvió, me apoyé en la barra, dando la espalda a la puerta. Pegué un buen trago. El alcohol sacudió mi cuerpo. Sí, era Graciela, no había duda, y estaba acompañada. Seguir en Moral ya no tenía sentido. Hablaría con mis padres, me quedaría en Madrid estudiando todo el verano, rodeado de libros y de un calor sofocante. Encendí un fortuna, le di una larga calada y expulsé el humo con rabia, apuré el mini, me rasqué el bolsillo, ¡bien!, la suerte estaba de mi lado, podía seguir bebiendo. Otro mini, otro trago.

            _Hola David.

            La escuché detrás de mí. Me volví. Estaba preciosa. Más morena, más arrebatadora, sus ojos chispearon, su voz me cautivó, yo ya había escuchado esa voz, en las noches de insomnio, con el dial ajustado en programas nocturnos donde la gente contaba sus miserias, era la voz de una locutora de radio de medianoche. No dije nada, como siempre. Pero esta vez la miré a los ojos todo el tiempo.

            _Me pareció que eras tú, estás…diferente_ dijo y señaló un casco que llevaba cogido del brazo _yo era la de la moto.

            _ ¡Ah! Ya te vi, ibas con un chico_ intenté que no sonara forzado.

            _Se llama Juan, es un idiota, solo quiere enrollarse conmigo y sobarme como un pulpo.

            Un nudo se deshizo en mi estómago.

            _ ¿Y entonces por qué montas en su moto?

            _Le utilizo para subir y bajar a Villalba, el tonto cree que así conseguirá algo, ¿damos una vuelta?

            _Claro_ contesté. Y abandoné el mini encima de la barra.

            Caminamos hasta la plaza del pueblo. Luego por la calle Iglesia. En un minuto le conté mis últimos tres años, y obvié las chicas estupendas y ella me contó los suyos, nada importante. Paseamos, nuestras manos se rozaron de nuevo, como en aquel callejón estrecho y paramos en la Fuente de los Cuatro Caños, frente a la iglesia.

            _ ¡Venga bebe! _ me dijo, mientras posaba los labios en uno de los caños _está fresca.

            Le hice caso. Arrimé los labios. Entonces ella sopló con fuerza el otro caño y el agua salió a borbotones empapándome el rostro. Graciela rió a carcajadas. Luego se hizo el silencio y nos miramos.

            _Te escribí varias cartas_ me dijo.

            _No recibí ninguna_ le contesté.

            _Ya…es que nunca las envié.

            De nuevo silencio. El agua de la fuente seguía derramándose a nuestro lado.

            _Graciela…_ comencé, pero me interrumpió.

            _Tengo que marcharme, mañana si quieres podemos quedar aquí por la noche, a la una, hay algo que quiero enseñarte.

            _ ¿El qué?

            Echó a andar.

            _Es una sorpresa, tráete un bañador puesto debajo de la ropa, ¡adiós!

            El resto de la velada lo pasé en blanco. Al día siguiente no hice nada, solo miré las manillas del reloj, hasta que llegó la una y me planté en la Fuente de los Cuatro Caños, con el bañador debajo de los pantalones. Apareció de la nada. Sonrió, me cogió la mano, me estremecí. La seguí. Callejeamos un rato y se paró enfrente de una puerta verde que custodiaba un jardín.

            _Al final de este jardín hay una piscina, tenemos que saltar.

            Se encaramó a los barrotes de la puerta y pasó una pierna por encima.

            _ ¿Y los dueños? , pregunté nervioso.

            _ ¡A estas horas los dueños están durmiendo bobo!_ y desapareció por el otro lado.

            A los dos segundos paseaba agachado de la mano de Graciela por un camino empedrado rodeado de árboles.

            _Son tejos_ me dijo _ ¡Vamos! _ aceleró el paso y me arrastró al final de unas escaleras. Allí estaba la piscina, al lado de una casa de piedra con ventanas oscuras en lo alto. Nos quitamos la ropa. Vi sus pies descalzos, el bañador ajustado, su pelo cayendo anárquicamente sobre los hombros. Se metió en el agua.

            _ ¿A qué esperas? Está buenísima.

            Me sostuve en el borde procurando no hacer ruido, me deslicé, el agua estaba tibia, Graciela se acercó. Puse una mano en su cintura. Ella se zafó, se sumergió en el agua y desapareció. Pasaron unos segundos y entonces tiró de mí agarrándome los hombros y me hundí. Agité los brazos, me agarré al borde, abrí los ojos y allí estaba, sonriendo, pero sin decir nada. Le toqué el rostro con la mano, era suave, apoyé mi dedo en uno de sus labios, la traje hacia mí agarrándole la nuca y la besé. El sabor del cloro, su sabor, se mezclaron. Los párpados se le cerraron y sentí el roce húmedo de su lengua. Sí. Estaba sucediendo. Era Graciela. Graciela me estaba besando. Ella y yo solos, en aquella piscina, en aquel paraíso. Estuvimos así un buen rato, sin decir nada, solo besándonos, haciendo el amor con los labios. Nos despegamos de mala gana. Había que irse. Aquella noche tampoco dormí.

            El tiempo se paró, el reloj de Frascuelo no daba las horas. Pasé el día encerrado en casa viendo programas de televisión de los que no recuerdo una sola imagen. Pero ¡por fin! Pensaba que nunca llegaría. De nuevo la una de la mañana. Miento, para mí las doce y media. Me senté en el pilón de la fuente. El agua de los caños caía parsimoniosa, golpeando la piedra gastada del fondo. Una corriente continua, suave, parecía música que se vertía directamente de la montaña. Entonces apareció Graciela, caminó hacia mí como deslizándose sobre hielo, me miraba fijamente, sus ojos me atraparon hasta que quedaron suspendidos justo delante, pegados a mi rostro. Y sin decir nada la besé, la mordí. En los labios, en el cuello, en la barbilla. Nos enredamos de camino a la puerta y corrimos a toda prisa hasta zambullirnos en el agua de la piscina. Allí la abracé mientras ella cruzaba las piernas alrededor de mi cintura. Le apreté la espalda, sentí sus pechos rozándome el torso. No podía respirar. Había encontrado la cresta de la ola. No había otra. Era la última.

            De repente se escuchó un ruido. Venía de la puerta. Había gente saltando. Nos alejamos al otro lado de la piscina con las cabezas medio sumergidas. Llegaron en tropel. Chillando. Tirándose a bomba, golpeando el agua con fuerza. Empujándose unos a otros. Aquellos intrusos se habían colado en nuestro jardín secreto. Lo estaban pisoteando. Estaban mancillando nuestra intimidad. Una luz reventó la oscuridad en lo alto de la casa. Luego otra, en el piso inferior. Apareció el dueño. Salieron en estampida. Agarré a Graciela con fuerza, la alcé y corrimos por el borde. Pero se resbaló. Su cabeza golpeó a plomo sobre el canto de piedra de la piscina. Cayó al agua, boca abajo, con los brazos en cruz. Me arrojé y chapoteé. Le di la vuelta arrastrándola hasta la escalerilla. Sus ojos estaban abiertos. Pero no me miraban. Tenía sangre en la cabeza y en la cara. Empapé su frente y las mejillas. Por un momento su rostro quedó limpio. Sus labios se habían cerrado. Los ojos miraban al cielo. La abracé con fuerza y lloré. Murió. Dos días después nos marchamos de Moral. La familia de Graciela esparció sus cenizas en el monte del Telégrafo.

            Estoy delante de la puerta de nuestro jardín secreto. No se ve nada al otro lado. Varios zarzales que salen por los barrotes lo impiden. Un candado oxidado protege la entrada. Veo un señor mayor que se aproxima, viste de negro, lleva boina y garrota.

            _Disculpe, ¿no vive nadie en esta casa?_ le pregunto cuando pasa por mi lado.

            _No. Está en venta joven, pero nadie quiere comprarla, mire que los dueños bajaron el precio, pero nada.

             El viejo me examina, como intentando saber de quién soy.

            _ ¿Y eso por qué?

            _ ¡Buf!, es una larga historia_ dice el anciano agitando la mano_ hace años sucedió algo terrible, alguien murió allí dentro, un desastre y ya sabe lo que pasa con estas cosas.

            _Ya_, le contesto _gracias_ y hago que me marcho.

            Vuelvo a los cinco minutos. No hay nadie. No lo pienso. Salto la puerta, me araño con los zarzales pero llego al otro lado. Camino por el sendero de piedra. Los tejos me acompañan. El corazón me late con fuerza. Asciendo las escaleras y me asomo a la piscina. En ese momento algo roza mi cabeza y cae al suelo. Es una rama de tejo cubierta de escarcha. La sujeto entre mis manos y aspiro fuerte, suelto una lágrima, miro la casa con las contraventanas cerradas y el jardín descuidado.

            No tengo que buscar más. Hoy será el primer día de una vida nueva. Ya no tendré más hambre. He rellenado la carcasa. La carcasa podrida que me ha acompañado los últimos veinte años. La voy a fortalecer con una raíz poderosa, saturada de savia, cada verano. Graciela está conmigo. Me acompaña. Y Moralzarzal me recibe. Las ventanas están abiertas. El aire fresco recorre las alcobas. El césped está bien cortado. Allí la pintaré todos los días.