De media, se suelen presentar cien relatos al certamen, y los ocho finalistas conforman un libro que el ayuntamiento reparte gratuitamente entre todos los vecinos. El premio tiene una dotación de ochocientos euros, y participan escritores de toda la península y Latinoamérica. Gran iniciativa que se ha mantenido a lo largo de los diferentes equipos de gobierno. Espero que continúe por mucho tiempo.
Este relato tiene partes muy autobiográficas, como los sitios de "copas", el mercadillo, o los chapuzones nocturnos... Ahí va:
Graciela
Hoy tiene que ser el primer día de
una vida nueva. Ayer eché de casa a otra chica estupenda. Esta me ha regalado
un año entero de su existencia. Me ha preparado el desayuno todas las mañanas, he
saboreado el delicioso aroma a café y tostadas, me ha hecho el amor con
abrumadora generosidad y me ha insinuado la posibilidad de despertarse junto a
mí el resto de sus días. Y yo la he rechazado, con el mismo desprecio con el que
emborrono los cuadros de mi estudio, al llegar a la conclusión de que mis
pinturas no conmoverán ni al espectador más sensible. A estas horas la chica
estupenda no habrá pegado ojo, o quizás sí, unos minutos, entre pesadillas y
taquicardias, y ¡pobre ingenua!, pensará en llamarme para que le diga que me
perdone, que he sido un ingrato, que sí que la quiero. Pero no la quiero, para
mí es indiferente, un nombre más. Solo siento pena por ella. Es todo lo que
puedo regalarle. Y al final siempre quedo yo, insatisfecho, hambriento,
buscando otro plato que de manera frugal me quite el apetito, al menos por un
tiempo. Pero se acabó, me he levantado temprano, decidido a enfrentarme con la
sombra que me persigue, y que me hace tener tantas relaciones de cartón piedra
y tantos cuadros incompletos. Esa chica no se merece una año de vida robada,
tampoco las demás. Soy un ladrón de tiempo de vidas que no me pertenecen. Después
de un desayuno ligero he salido a la calle y he aspirado el aire congelado. Nieva
en Madrid. He subido a mi coche para hacer un viaje que llevo postergando más
de veinte años. Voy camino de Moralzarzal, un pueblo de la sierra norte situado
en medio de un valle salpicado de arroyos. Allí empezó todo, una tarde de
verano de mil novecientos ochenta y cinco.
La primera vez que vi a Graciela tenía
doce años, y el mundo se me volvió del revés. Ignoro que sentirán los reos
cuando en el patíbulo miles de voltios chamuscan cada pelo y fibra de su cuerpo,
o cuando un surfero ve aproximarse la gran ola que siempre ha soñado, pero es
lo único que se me ocurre para intentar explicar lo que experimenté en aquel
momento, cuando tuve consciencia de ella, con una salvedad importante, yo no
esperaba nada, ni ser electrocutado ni la gran ola. El único sentido en mi vida
pasó a ser Graciela. No la vi aparecer, era como si alguien hubiese pulsado un
interruptor y de pronto allí estaba, en mitad de la plaza del mercadillo donde
Juan vendía el pescado y Andrea y su hijo Fernando despachaban la fruta y la verdura.
A esa hora los cierres estaban echados. Se interpuso entre mi pelota y la pared
que hacía de compañera de juego, era ella, con su cuerpo delgado y las piernas
de alambre.
_Hola me llamo Graciela_ me dijo
sonriendo _mis padres han alquilado una casa en la travesía de Antón ¿eres de aquí?
“Soy veraneante, este es el quinto
año viniendo a Moral, me llamo David, después de cenar he quedado con unos
amigos para jugar así que si quieres vente”. Eso me gustaría haberle dicho,
pero no lo dije claro, si no que me quedé mirándola, con la pelota en la mano y
los cordones de las zapatillas “tórtola” desabrochados, atrapando el eco de su
voz juvenil. Nunca vi un pelo tan negro, ni unos ojos tan oscuros, brillaban
como el lustre de los zapatos de etiqueta y su piel respiraba el moreno que
deja el empuje del viento y el mar. Sus labios hinchados eran como una herida
abierta que descubría unos dientes blancos como el lienzo de mis pinturas antes
de aplicar el carboncillo y tan perfectos como las piezas ensambladas por un
artesano relojero. Ignoró mi silencio.
_Llevo una semana encerrada en casa
y hoy he decidido que quiero un amigo, ¡así que te tocó!_ alargó la mano y me dio
un golpecito en la frente mientras sus ojos chispeaban y se llevaba los dedos a
los labios riendo entre dientes.
Nunca olvidé aquel primer roce, mi
primer contacto físico con Graciela, me azoré de tal forma que respondí con un
hilo pastoso de voz.
_Vivo aquí, en la travesía de la
Peñuela, soy David.
La pelota se me escapó de las manos
y fue botando y perdiendo fuerza hasta que quedó muerta, apoyada en un palé manchado
con restos de tomate.
_Bueno David pues no te olvides de
mí_ dijo mientras se apartaba un mechón de pelo que le cruzaba la cara, _estaré
aquí todo el verano así que podremos jugar a un montón de cosas.
Una señora la llamó desde la esquina
del bar Sol. Se marchó. Me quedé solo, mirando a la nada, hasta que las nueve
campanadas del reloj de Frascuelo me indicaron que era hora de cenar.
Que no la olvidara me dijo, y no lo
hice, no lo he hecho nunca. Si me preguntaran cual es la canción favorita o la
fecha de cumpleaños de mi última chica estupenda me quedaría mudo, pero si
tuviese que describir cómo Graciela se cogía una coleta manejando con maestría
sus dedos y la goma del pelo como si fuera la cuerda de un violín o cómo doblaba
la lengua tocando la punta de su perfecta nariz mientras me miraba bizqueando
los ojos, si me armara de valor y dibujase aquellos momentos, lo haría como Miguel
Ángel plasmó sus sueños en los techos de la Capilla Sixtina.
Todas las noches después de cenar nos
reuníamos los amigos para jugar al escondite, al “bote” “bote”, al “churro va”.
Allí estaban el “Bici” con su hermano Javi, Jesusín el hijo de la pastelera,
Fernando el frutero y dos hermanos franceses que chapurreaban el español y por
supuesto Graciela. Y así pasé el verano, entre juegos, saboreando su compañía,
su sonrisa, sus ojos brillantes. Si alguna vez no se presentaba, aquellos
divertimentos me parecían incompletos, como un “play móvil” con algún miembro
amputado de esos que castigaba en el rincón más alejado del cuarto.
Una vez Graciela y yo nos escondimos
en un callejón muy estrecho cerca del quiosco de golosinas de la señora Ebelia.
Fernando vigilaba su puesto. Nosotros esperábamos para salir corriendo de
nuestro escondrijo y tocar la pared antes que él. Pero yo no quería correr, quería
estar allí, en aquel espacio minúsculo, con Graciela, su mano derecha rozando mi
mano izquierda, mientras Fernando nos buscaba. Entonces se aproximó a nosotros,
y Graciela, nerviosa, me agarró la mano con fuerza acercándose aún más a mí. Su
melena se enredó en mi cuello y aspiré un aroma fresco como el de las lilas del
patio de mi casa. Pensé en darle un beso, pero de pronto todo se rompió,
Graciela salió corriendo y tocó la pared y yo ocupé el puesto de Fernando en la
ronda siguiente.
Pero para mí las noches no eran
suficientes y me pegaba a ella siempre que podía. En la piscina municipal
jugábamos a las cartas, a hacer solitarios que a ella siempre le salían pero a
mí no, y me encantaban sus finas muñecas, rodeadas de gomas de colores que se
deshacían con los deseos cumplidos.
Un día, a finales de agosto, regresamos
en bicicleta después de darnos un baño, íbamos abriendo y cerrando las palmas y
poniendo los pies en el manillar cuando la bici de Graciela pinchó.
_El señor Mateo lo arreglará por
veinte duros _ le dije observando la cubierta de la rueda aplastada contra el
suelo _si quieres mañana vamos a verlo.
Ella me miró fijamente y una sombra
imperceptible pasó por delante de su eterna sonrisa. Los ojos le brillaron.
_Mañana ya es tarde, esta noche nos
marchamos a Madrid.
Las palabras salieron de su boca lentamente,
como destiladas a través de un alambique. Sonaron como una sentencia de muerte.
Me quedé clavado, sujetando mi bici de hierro, mirando la cámara pinchada en
medio del camino. Un ejército de hormigas lo cruzaba, transportando alimentos,
preparándose para el otoño que caía como una sombra en las frescas noches de la
sierra. Pensé en pisotear las hormigas, destrozar aquella caravana disciplinada
y convertirla en un amasijo de puntos retorcidos. Me gustaría haberle dicho a
Graciela que no era posible, que eso no podía ocurrir, que las leyes de la
naturaleza no lo permitirían. Desprecié mi vida y odié al mundo en general
porque yo no había hecho nada para merecer aquella terrible injusticia.
_ ¡Eh!, ¡Bobo!_ la escuché como si
me hablara a través de una pared _ ¡Vamos! O llegaré tarde para hacer mi maleta_
y caminó.
Eché a andar parejo a ella pero en
silencio. Graciela habló todo el rato. De Madrid, de sus amigas del colegio, de
las clases de baile a las que pensaba apuntarse, en definitiva, habló de cosas
que sucederían en los diez meses que pasaría sin verla. El atardecer encendió
el campo, caminamos entre las retamas arrastrando las bicicletas, masticando en
el aire el final del verano, llegamos al asfalto y bajamos por la calle de las
Eras, donde se separaban nuestros caminos. Allí plantado levanté la mirada y vi
a Graciela más guapa que nunca. Jugaba distraída con una mochila azul. La
abrió, sacó algo de su interior y me lo ofreció. Parecía un trozo de árbol.
_Toma, para ti, es una rama de tejo,
la cogí el otro día en el parque de la Tejera.
_Gracias, ¡qué bonito! _ le dije
alargando la mano, con el mismo tono que cuando el presidente Arias Navarro
anunció la muerte de Franco por la tele.
Graciela rió a carcajadas.
_ ¡Pero qué bobo eres!, ¡qué va a
ser bonita una rama de tejo!, es más bien fea tonto, pero quería regalártela.
_Ah, pues yo no tengo nada_ dije sin
pensar.
_No importa, un regalo es un regalo_
y continuó hablando mientras el mundo se volvía sordo a mi alrededor y solo
escuchaba sus palabras.
_Mi abuelo dice que los tejos son
los reyes de los árboles, que es imposible saber su edad porque cuando se hacen
viejos su tronco se ahueca, desaparece y con él los anillos que delatan sus
años y al final solo queda la carcasa_ dijo con vehemencia _ pero lo mejor de
todo es lo que pasa después, de sus raíces surge una que crece y crece hasta
convertirse en un nuevo tronco que rellena la carcasa del árbol hueco y al
final nunca se sabe si un tejo aparentemente joven es en verdad un árbol
milenario.
Y sucedió, se acercó a mí y me dio
un beso en la mejilla.
_Adiós David_ dijo y me miró unos
instantes, con la boca entreabierta y los ojos brillándole como a una muñeca.
La observé, quería devolverle el
beso, pedirle un rato más, dar una vuelta a la manzana con su bici rota. Pero
el momento pasó, se giró y desapareció
por la travesía de Antón.
_Adiós_ le contesté cuando ya no me
oía, mientras el tacto esponjoso de sus labios aún rebotaba en mi mejilla. Sostuve
en la mano la rama de tejo. Pensé en las carcasas, en los troncos, en las
raíces y no entendí nada. Solo que se había marchado, y que le había mentido,
porque sí tenía algo para ella, un dibujo a carboncillo de su rostro que pensaba
regalarle al final del verano, un retrato que nunca terminé.
En poco más de media hora he llegado
a Collado Villalba, está amaneciendo, la nieve me ha acompañado todo el camino,
copos suaves que no me impiden seguir avanzando. Al ascender una pequeña
vaguada ha aparecido el monte del Telégrafo, envuelto en un velo de seda blanca,
salpicado de pinos y roquedos y en la ladera este he reconocido las casas de
piedra y la torre del reloj de Frascuelo y las dehesas de encinas y fresnos.
Allí está Moralzarzal. Viendo la estampa recuerdo mi atonía el resto de aquel
verano, era como tener siempre unas décimas de fiebre, caminaba con los hombros
encogidos y la espalda gacha, como perdiendo altura, hasta que por fin llegó
septiembre y pude regresar a Madrid.
Se sucedieron los meses y sufrí como
un bofetón los estragos de la pubertad, la nariz se me hizo grande en mi cara
de niño y una pelusa gris embadurnó la parte superior de mis labios. No me
reconocía en el espejo y cuando hablaba parecía uno de los gallos que se
pavoneaban en el huertito de la señora Carmen. Mis padres retrasaron un mes el
alquiler de la casa, pero por fin llegó agosto y pronto vería a Graciela.
Bajé del coche precipitadamente, descargué
un par de bolsas del maletero y aterricé en la plaza del mercadillo con un bol
de chinchetas en el estómago. Estaban todos, el “Bici” con su hermano Javi,
Jesusín el hijo de la pastelera, Fernando el frutero, y los dos hermanos
franceses que chapurreaban el español, pero no estaba Graciela. Las chinchetas desaparecieron
y fueron sustituidas por un saco que tiró de mi espalda hacia el suelo.
_ ¿Y Graciela?_ pregunté.
_Ya no viene por aquí_ contestó el
Bici _sus padres han alquilado una casa en la urbanización La Herradura, el
otro día me la encontré, iba con unas amigas.
“¿Y cómo estaba?, ¿te preguntó por
mí?” me salió decirle, pero no dije nada, bueno sí, que me encontraba mal, me
marché y me acosté sin cenar. Apenas vi a Graciela aquel verano, en su
urbanización había piscina así que no pisaba la municipal y tampoco aparecía
por el mercadillo. Se bajaba a Villalba en el autobús de V.López con sus amigas
nuevas a una discoteca que se llamaba Pachá. En nuestro reencuentro me la choqué
de cara en el autobús, yo bajaba, ella subía, yo venía de Madrid y ella iba a la discoteca. Me quedé
paralizado.
_Hola_ le dije como masticando
piedras.
_ ¡Hola David! _ me contestó sonriendo.
Estaba distinta, pero al contrario que a mí la pubertad no la había maltratado.
Sus labios eran más gruesos y sus piernas no eran de alambre sino que ocupaban
todo el ancho de sus pantalones. Ya no había pliegues, la ropa se le ajustaba
como la escayola en un molde. El coche de línea se marchaba.
_Pensaba que no te iba a ver en todo el verano_
dijo subiendo las escalerillas_ el Bici me contó que llegarías más tarde, bueno,
a ver si nos vemos.
“¡Claro que sí!, ¡mañana mismo!,
¡esta noche si quieres!” pensé. Me quedé tieso, se sentó y se giró hacia mí, agité
la mano como un pasmarote, mientras intuía su figura detrás de las lunas veladas
del autocar que desapareció rugiendo por la avenida de la Salud.
Agosto se me escapó de las manos, el
escondite, el “bote” “bote”, el “churro va” dejaron de ser juegos divertidos, solo
hablábamos de fútbol y peleábamos al estilo “Kung fu”.
La última vez que ese verano me
crucé con Graciela no me vio. La espiaba oculto entre los vestidos de uno de
los puestos del mercado ambulante que todos los jueves se instalaba en la calle
Iglesia, mientras ella revolvía junto a sus amigas un montón de bolsos que se agolpaban
en el puesto contiguo. De pronto levantó la vista en mi dirección. Me escondí,
sentí vergüenza y escapé, perdiéndome entre el olor a cuero y el aroma a
cebolletas y berenjenas que invadía el mercado. Llegué a casa abriendo la
puerta de golpe, como si me persiguieran por haber robado alguna cosa. Al día
siguiente, nos subimos en el coche camino de Madrid. De aquel verano solo tengo
esos dos recuerdos, el autobús y las cebolletas, todo lo demás está hueco, los
días de aquella parte de mi vida son del mismo color que el paisaje nevado que
me rodea al aproximarme a la entrada del pueblo. Poco después a mi padre lo
despidieron del trabajo y se interrumpieron las estancias veraniegas en
Moralzarzal.
Pasaron tres años. Me enamoré de una
chica estupenda, o eso creía. Probé el sabor de los besos y me excité con el
roce de nuestros cuerpos queriendo traspasar las ropas virginalmente amarradas.
Pero de pronto un día, sin previo aviso, sus besos me resultaron insulsos y
toscos y el contacto de su cuerpo me ahogó como si aguantara un minuto la
respiración bajo el agua, y así inauguré mi larga e indigna lista de chicas
rechazadas. Me invadió un hambre voraz. Quería estar siempre en la cresta de la
ola, con las hormonas encendidas y a esa joven desconsolada le sucedieron otras
que al final me saturaban, como cuando untamos demasiada mermelada y mantequilla
sobre una tostada pequeña y apenas apreciamos la textura del pan. Entonces
pensaba en Graciela, todos los días, en su melena negra, en el tacto suave de
sus manos y olvidaba mi atroz apetito, hasta que me percataba de su ausencia y
volvía a salir en busca de otra chica estupenda.
Mi padre lo anunció un domingo en la
comida, “por fin hay dinero, este verano volvemos a Moral”. Un trozo de filete
se me atragantó, tosí convulsivamente hasta que lo expulsé y pude respirar.
Estoy en Moralzarzal. He aparcado el
coche al lado de una plaza de toros enorme, donde recuerdo, antes había un
prado repleto de zarzamoras. Ha dejado de nevar, pero camino con cuidado, a esta
hora de la mañana aún no han echado sal en las calles. He llegado hasta la Travesía
de la Peñuela y me he parado ante mi antigua casa. No está. En lo que era el
patio hay un local que anuncia la venta de sanitarios. Tampoco existe el
mercadillo, lo han sustituido por una ampliación de la casa consistorial. Solo
sobrevive el reloj de Frascuelo, con su torre coronada por nidos de cigüeñas
ahora abandonados, y mientras los contemplo, hago memoria de mi último verano
en Moral.
Mis amigos seguían allí y se habían incorporado
otros que el Bici me presentó. También me enseñó el nuevo parque de aventuras,
Tarambana y Tragapanes, los dos pubs del pueblo, y los minis de cerveza en
vasos de plástico. Los apurábamos rápido y después nos rascábamos los bolsillos
hasta juntar doscientas pesetas que invertíamos en comprar más cerveza. Nos envolvió
el rugido de las motos, la Rieju, la FDS Derbi de 49 centímetros cúbicos y Vespinos
sin marchas que conducían las chicas. Y desde las escaleras que unían los dos
bares se veían las luces de Villaba, donde si se terciaba bajábamos a Taboga,
un discoteca que aguantaba hasta las seis de la mañana.
Un día, a la semana de mi llegada,
estábamos tomando cerveza sentados en las escaleras, cuando apareció una moto
escupiendo aceite y olor a motor. Una joven agarraba la cintura del chico que
conducía. No se les veía la cara porque llevaban puesto el casco. Al pasar por
mi lado me pareció que ella giraba la cabeza y se fijaba en mí. La seguí con la
vista, el chico paró justo en la puerta del Tarambana. La chica desmontó y se
quitó el casco. Era Graciela. La reconocí al instante. Sí. Era ella. Su melena
oscura, rebelde, se deshizo como un castillo de naipes y se precipitó sobre sus
hombros. Llevaba un vestido corto y
negro, se le ceñía perfecto a la cintura y calzaba unos zapatos del mismo color,
que se anudaban a los tobillos con cintas entrelazadas que le llegaban hasta sus
torneados gemelos. Me escondí detrás del Bici. Por encima de su hombro vi que
miraba hacia nuestro lado. Sentí pánico. Cerré los ojos. Los volví a abrir. Ya
no estaba. Empezó a faltarme el aire. Me levanté sin decir nada, entré en el
Tragapanes y pedí un mini de cerveza. Tino me lo sirvió, me apoyé en la barra,
dando la espalda a la puerta. Pegué un buen trago. El alcohol sacudió mi cuerpo.
Sí, era Graciela, no había duda, y estaba acompañada. Seguir en Moral ya no
tenía sentido. Hablaría con mis padres, me quedaría en Madrid estudiando todo
el verano, rodeado de libros y de un calor sofocante. Encendí un fortuna, le di
una larga calada y expulsé el humo con rabia, apuré el mini, me rasqué el
bolsillo, ¡bien!, la suerte estaba de mi lado, podía seguir bebiendo. Otro
mini, otro trago.
_Hola David.
La escuché detrás de mí. Me volví.
Estaba preciosa. Más morena, más arrebatadora, sus ojos chispearon, su voz me cautivó,
yo ya había escuchado esa voz, en las noches de insomnio, con el dial ajustado
en programas nocturnos donde la gente contaba sus miserias, era la voz de una
locutora de radio de medianoche. No dije nada, como siempre. Pero esta vez la
miré a los ojos todo el tiempo.
_Me pareció que eras tú,
estás…diferente_ dijo y señaló un casco que llevaba cogido del brazo _yo era la
de la moto.
_ ¡Ah! Ya te vi, ibas con un chico_
intenté que no sonara forzado.
_Se llama Juan, es un idiota, solo
quiere enrollarse conmigo y sobarme como un pulpo.
Un nudo se deshizo en mi estómago.
_ ¿Y entonces por qué montas en su
moto?
_Le utilizo para subir y bajar a
Villalba, el tonto cree que así conseguirá algo, ¿damos una vuelta?
_Claro_ contesté. Y abandoné el mini
encima de la barra.
Caminamos hasta la plaza del pueblo.
Luego por la calle Iglesia. En un minuto le conté mis últimos tres años, y
obvié las chicas estupendas y ella me contó los suyos, nada importante. Paseamos,
nuestras manos se rozaron de nuevo, como en aquel callejón estrecho y paramos
en la Fuente de los Cuatro Caños, frente a la iglesia.
_ ¡Venga bebe! _ me dijo, mientras posaba
los labios en uno de los caños _está fresca.
Le hice caso. Arrimé los labios. Entonces
ella sopló con fuerza el otro caño y el agua salió a borbotones empapándome el
rostro. Graciela rió a carcajadas. Luego se hizo el silencio y nos miramos.
_Te escribí varias cartas_ me dijo.
_No recibí ninguna_ le contesté.
_Ya…es que nunca las envié.
De nuevo silencio. El agua de la
fuente seguía derramándose a nuestro lado.
_Graciela…_ comencé, pero me
interrumpió.
_Tengo que marcharme, mañana si
quieres podemos quedar aquí por la noche, a la una, hay algo que quiero
enseñarte.
_ ¿El qué?
Echó a andar.
_Es una sorpresa, tráete un bañador
puesto debajo de la ropa, ¡adiós!
El resto de la velada lo pasé en
blanco. Al día siguiente no hice nada, solo miré las manillas del reloj, hasta
que llegó la una y me planté en la Fuente de los Cuatro Caños, con el bañador
debajo de los pantalones. Apareció de la nada. Sonrió, me cogió la mano, me
estremecí. La seguí. Callejeamos un rato y se paró enfrente de una puerta verde
que custodiaba un jardín.
_Al final de este jardín hay una
piscina, tenemos que saltar.
Se encaramó a los barrotes de la
puerta y pasó una pierna por encima.
_ ¿Y los dueños? , pregunté nervioso.
_ ¡A estas horas los dueños están
durmiendo bobo!_ y desapareció por el otro lado.
A los dos segundos paseaba agachado
de la mano de Graciela por un camino empedrado rodeado de árboles.
_Son tejos_ me dijo _ ¡Vamos! _ aceleró
el paso y me arrastró al final de unas escaleras. Allí estaba la piscina, al
lado de una casa de piedra con ventanas oscuras en lo alto. Nos quitamos la
ropa. Vi sus pies descalzos, el bañador ajustado, su pelo cayendo
anárquicamente sobre los hombros. Se metió en el agua.
_ ¿A qué esperas? Está buenísima.
Me sostuve en el borde procurando no
hacer ruido, me deslicé, el agua estaba tibia, Graciela se acercó. Puse una mano
en su cintura. Ella se zafó, se sumergió en el agua y desapareció. Pasaron unos
segundos y entonces tiró de mí agarrándome los hombros y me hundí. Agité los
brazos, me agarré al borde, abrí los ojos y allí estaba, sonriendo, pero sin
decir nada. Le toqué el rostro con la mano, era suave, apoyé mi dedo en uno de
sus labios, la traje hacia mí agarrándole la nuca y la besé. El sabor del
cloro, su sabor, se mezclaron. Los párpados se le cerraron y sentí el roce
húmedo de su lengua. Sí. Estaba sucediendo. Era Graciela. Graciela me estaba
besando. Ella y yo solos, en aquella piscina, en aquel paraíso. Estuvimos así
un buen rato, sin decir nada, solo besándonos, haciendo el amor con los labios.
Nos despegamos de mala gana. Había que irse. Aquella noche tampoco dormí.
El tiempo se paró, el reloj de
Frascuelo no daba las horas. Pasé el día encerrado en casa viendo programas de
televisión de los que no recuerdo una sola imagen. Pero ¡por fin! Pensaba que
nunca llegaría. De nuevo la una de la mañana. Miento, para mí las doce y media.
Me senté en el pilón de la fuente. El agua de los caños caía parsimoniosa,
golpeando la piedra gastada del fondo. Una corriente continua, suave, parecía
música que se vertía directamente de la montaña. Entonces apareció Graciela,
caminó hacia mí como deslizándose sobre hielo, me miraba fijamente, sus ojos me
atraparon hasta que quedaron suspendidos justo delante, pegados a mi rostro. Y
sin decir nada la besé, la mordí. En los labios, en el cuello, en la barbilla.
Nos enredamos de camino a la puerta y corrimos a toda prisa hasta zambullirnos
en el agua de la piscina. Allí la abracé mientras ella cruzaba las piernas alrededor
de mi cintura. Le apreté la espalda, sentí sus pechos rozándome el torso. No
podía respirar. Había encontrado la cresta de la ola. No había otra. Era la
última.
De repente se escuchó un ruido.
Venía de la puerta. Había gente saltando. Nos alejamos al otro lado de la
piscina con las cabezas medio sumergidas. Llegaron en tropel. Chillando.
Tirándose a bomba, golpeando el agua con fuerza. Empujándose unos a otros. Aquellos
intrusos se habían colado en nuestro jardín secreto. Lo estaban pisoteando.
Estaban mancillando nuestra intimidad. Una luz reventó la oscuridad en lo alto
de la casa. Luego otra, en el piso inferior. Apareció el dueño. Salieron en
estampida. Agarré a Graciela con fuerza, la alcé y corrimos por el borde. Pero se
resbaló. Su cabeza golpeó a plomo sobre el canto de piedra de la piscina. Cayó al
agua, boca abajo, con los brazos en cruz. Me arrojé y chapoteé. Le di la vuelta
arrastrándola hasta la escalerilla. Sus ojos estaban abiertos. Pero no me
miraban. Tenía sangre en la cabeza y
en la cara. Empapé su frente y las mejillas. Por un momento su rostro quedó
limpio. Sus labios se habían cerrado. Los ojos miraban al cielo. La abracé con
fuerza y lloré. Murió. Dos días después nos marchamos de Moral. La familia de
Graciela esparció sus cenizas en el monte del Telégrafo.
Estoy delante de la puerta de
nuestro jardín secreto. No se ve nada al otro lado. Varios zarzales que salen
por los barrotes lo impiden. Un candado oxidado protege la entrada. Veo un
señor mayor que se aproxima, viste de negro, lleva boina y garrota.
_Disculpe, ¿no vive nadie en esta
casa?_ le pregunto cuando pasa por mi lado.
_No. Está en venta joven, pero nadie
quiere comprarla, mire que los dueños bajaron el precio, pero nada.
El viejo me examina, como intentando saber de
quién soy.
_ ¿Y eso por qué?
_ ¡Buf!, es una larga historia_ dice
el anciano agitando la mano_ hace años sucedió algo terrible, alguien murió
allí dentro, un desastre y ya sabe lo que pasa con estas cosas.
_Ya_, le contesto _gracias_ y hago
que me marcho.
Vuelvo a los cinco minutos. No hay
nadie. No lo pienso. Salto la puerta, me araño con los zarzales pero llego al otro
lado. Camino por el sendero de piedra. Los tejos me acompañan. El corazón me
late con fuerza. Asciendo las escaleras y me asomo a la piscina. En ese momento
algo roza mi cabeza y cae al suelo. Es una rama de tejo cubierta de escarcha.
La sujeto entre mis manos y aspiro fuerte, suelto una lágrima, miro la casa con
las contraventanas cerradas y el jardín descuidado.
No tengo que buscar más. Hoy será el
primer día de una vida nueva. Ya no tendré más hambre. He rellenado la carcasa.
La carcasa podrida que me ha acompañado los últimos veinte años. La voy a
fortalecer con una raíz poderosa, saturada de savia, cada verano. Graciela está
conmigo. Me acompaña. Y Moralzarzal me recibe. Las ventanas están abiertas. El
aire fresco recorre las alcobas. El césped está bien cortado. Allí la pintaré
todos los días.
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