CRECIMIENTO DE VIDA:
LAS CADENAS ENVENENADAS de whatsapp o similares:
Hace unos días recibí un mensaje de whatsapp de esos
estándar conminándome a que, debido al discurso de Fernando Trueba al recibir
el Premio Nacional de Cinematografía en el que este insistía una y otra vez en
que no se sentía español, yo, lo que tenía que hacer era no ir a ver sus
películas y, además, el mensaje, me animaba a que lo reenviara a mis contactos
para yo animarles a su vez a que todos ellos tampoco vieran sus películas. La
consigna era: “Pásalo”.
Vamos, lo que yo debía hacer, en colaboración con todos los
que se sumaran a la causa es, mediante el “clic” de un pulgar (gran esfuerzo =
ironía), condenar a Fernando Trueba al ostracismo total. La R.A.E., en una de
sus definiciones, alude al ostracismo como “Apartamiento de cualquier
responsabilidad o función política o social”. Es decir, que si la causa global
orquestada a través de whatsapp tiene éxito, y además, Trueba comete el
sacrilegio, después de decir que no se siente español, de continuar viviendo en
España, conseguiremos aislar a Fernando Trueba, le arrebataremos su profesión
más querida y le obligaremos a buscarse el pan de otra forma; a no ser que
decida emigrar a otro país donde exista un público más proclive a ver sus obras.
Y digo yo, ya que nos ponemos, ¿por qué no ampliamos la
causa?, ¿por qué no vamos todos los días a la puerta de su casa a insultarle
por nuestro orgullo patrio herido? ¡O mejor!, ¿Por qué no llamamos a la
Asociación de Donantes de Órganos, o a los gerentes de los hospitales y les
conminamos a que si en algún momento Fernando Trueba necesita un órgano le
pongamos siempre al final de la lista? Total, no se siente español así que,
¿por qué tendríamos que salvarle la vida?
Vale, ¿y si nos ocurriera a nosotros?, ¿y si de repente viviéramos
en nuestra piel el peso del ajusticiamiento popular por algo que hemos dicho o
hecho que no es conforme al pensamiento de otros? Porque yo tengo orejas y, un
día sí y otro también, escucho decir y veo hacer cosas que no comparto. Por
ejemplo, una falacia que de tanto repetirla hay personas que ya la asumen como
una verdad indiscutible: “La mayoría de los refugiados que vienen de África son
terroristas camuflados”.
Bien, ¿qué tendríamos que hacer con quién lo ha dicho, o con
quién asume como cierta esta falacia? ¿La aislamos también? ¿Le arrebatamos el
pan? ¿Publicamos su cara en el periódico y en internet y ponemos “se busca”?
¿Y qué haremos con nosotros mismos cuando nos demos cuenta
de que acabamos de hacer o decir una barbaridad? ¿Porque todos tenemos nuestro
puntito de humildad, verdad? ¿Y todos sabemos que metemos la pata muchas veces,
verdad? ¿Seremos tan mordaces entonces? ¿Les suplicaremos a los ajusticiadores
populares del “clic” del pulgar que no muestren piedad con nosotros? ¿Nos
colocaremos nosotros solos la corona de espinas, cargaremos la cruz y luego nos
clavaremos en ella?
Yo no sé todo lo que le rondaba a Fernando Trueba cuando, en
su discurso de agradecimiento por el premio otorgado, dijo que “en su vida no
se había sentido español ni cinco minutos”. No tengo suficiente información y,
por lo tanto criterio, para valorarlo en su justa medida y menos para pulsar un
“clic”, y, aunque lo tuviera, tampoco lo pulsaría. No sé si su discurso era
irónico, o protestatario, o si lo sentía de verdad, o si ese día se había
“tomado” algo; repito, no lo sé, y en todo caso no es el meollo de este artículo
y además, como he dicho, me falta criterio para emitir una opinión solo
basándome en el video que circula por whatsapp junto al mensaje de llamamiento
a las armas. Lo que sí sé es que yo en su momento decidí que las palabras de
Trueba no me afectaran de forma negativa porque, como dijo el filósofo griego
Epicteto, “no nos afecta lo que nos sucede sino lo que nos decimos sobre lo que
nos sucede”. Además, prefiero no refugiarme en símbolos patrios para alimentar
valores de intolerancia, o emociones de resentimiento, cólera o venganza;
porque entonces lo que me ocurre es que, de repente, el símbolo de la bandera
me empieza a generar a mí también cierta alergia (a los amigos de las cadenas
envenenadas os acabo de hacer un regalo; ya podéis crear una contra mí: no
leáis a David Villegas, es un antipatriota, ¡que se vaya!, ¡que se vaya!, ¡a la
hoguera!)
Lo que prefiero, si el filtro tiene que ser la bandera de
España, es sentirme feliz, por ejemplo, porque la solidaridad de los españoles
ha hecho posible que seamos líderes mundiales en donación de órganos, o que, en
la época de crisis tan profunda que ha vivido (o vive) España y que hoy muchos
siguen sufriendo, la familia (los abuelos) hayan sido un pilar fundamental para
que sus miembros salgan adelante, o de que, cuando hay un atentado terrorista o
una catástrofe en el medio ambiente, los españoles nos hayamos lanzado a la
calle como fieras para ayudar a los heridos, consolar a los familiares de las
víctimas o para paliar el desastre calzándonos unas botas y haciéndonos con un
cubo para coger kilos y kilos de chapapote.
Pero claro, sería yo muy vanidoso si me creyera por encima
del resto, si creyera que estoy en posesión de la verdad, que yo soy más
importante que los demás. Día a día me propongo ser más humilde y, por
supuesto, que en muchas ocasiones no lo consigo, pero esto es un artículo de
crecimiento de vida y no un lugar para juzgar.
No quiero juzgar, y si lo he hecho no es mi intención y pido
perdón, pues comprendo que las emociones en infinitas ocasiones nos pueden y
nos arrastran a decir o a hacer cosas de las que muchas veces o, no hemos
pensado lo suficiente sobre ellas, o ni siquiera estamos plenamente convencidos
del mensaje pero, con la “masa”, nos hemos dejado llevar. Otras veces sí
habremos pensado mucho sobre ellas y estaremos plenamente convencidos del
contenido de los mensajes, pero quizá no nos hayamos parado a analizar con
suficiente esmero, las consecuencias negativas que se pueden derivar de
nuestros actos. Me viene a la cabeza este dicho: “Ten cuidado con lo que deseas
a ver si se va a cumplir”. A lo mejor, un día, se cumple que nadie va a ver las
películas de Trueba. A lo mejor se hace realidad su aislamiento total y a lo
mejor, para nuestra sorpresa, nos damos cuenta de que, al contemplar nuestra
venganza satisfecha, resulta que no nos encontramos tan felices como esperábamos.
¿Y por qué? Pues porque la felicidad no la trae el sentimiento de venganza, ni del
enojo. Más bien, la felicidad tiene que ver con la serenidad, con saber
perdonar, con practicar la humildad, con no hacernos tan íntimos amigos de
nuestro EGO, con no participar o mirar hacia otro lado ante ajusticiamientos
masivo – tecnológicos.
Yo mismo, mientras escribo este artículo, no estoy seguro de
no haber reenviado alguna vez una de estas cadenas envenenadas; es más,
probablemente lo haya hecho. ¿Y sabéis qué? Pues que me perdono. Y que no me
voy a llevar a la hoguera. Ni me voy a aislar del resto del mundo en una oscura
habitación. Lo que sí voy a hacer, sin embargo, es intentar aprender del error.
Aprender de que, si lo he hecho, si he participado en la quema de brujas, eso
me sirva para saber precisamente lo que no quiero volver a hacer. La próxima
vez que me llegue un mensaje estándar de lapidación hacia una persona: NO
QUIERO REENVIAR NUNCA MÁS UNA CADENA ENVENENADA.
Os deseo a TODOS, felicidad.
MUY IMPORTANTE: Doy las gracias de corazón a la persona que
me envió este whatsapp (por cierto, un buen amigo) Si no hubiese sido así, con
total seguridad, yo no habría reflexionado sobre esta idea y escrito este
artículo. (Cero ironía)
¡GRACIAS!
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