miércoles, 8 de marzo de 2017


CRECIMIENTO DE VIDA:

LAS CADENAS ENVENENADAS de whatsapp o similares:

Hace unos días recibí un mensaje de whatsapp de esos estándar conminándome a que, debido al discurso de Fernando Trueba al recibir el Premio Nacional de Cinematografía en el que este insistía una y otra vez en que no se sentía español, yo, lo que tenía que hacer era no ir a ver sus películas y, además, el mensaje, me animaba a que lo reenviara a mis contactos para yo animarles a su vez a que todos ellos tampoco vieran sus películas. La consigna era: “Pásalo”.

Vamos, lo que yo debía hacer, en colaboración con todos los que se sumaran a la causa es, mediante el “clic” de un pulgar (gran esfuerzo = ironía), condenar a Fernando Trueba al ostracismo total. La R.A.E., en una de sus definiciones, alude al ostracismo como “Apartamiento de cualquier responsabilidad o función política o social”. Es decir, que si la causa global orquestada a través de whatsapp tiene éxito, y además, Trueba comete el sacrilegio, después de decir que no se siente español, de continuar viviendo en España, conseguiremos aislar a Fernando Trueba, le arrebataremos su profesión más querida y le obligaremos a buscarse el pan de otra forma; a no ser que decida emigrar a otro país donde exista un público más proclive a ver sus obras.

Y digo yo, ya que nos ponemos, ¿por qué no ampliamos la causa?, ¿por qué no vamos todos los días a la puerta de su casa a insultarle por nuestro orgullo patrio herido? ¡O mejor!, ¿Por qué no llamamos a la Asociación de Donantes de Órganos, o a los gerentes de los hospitales y les conminamos a que si en algún momento Fernando Trueba necesita un órgano le pongamos siempre al final de la lista? Total, no se siente español así que, ¿por qué tendríamos que salvarle la vida?

Vale, ¿y si nos ocurriera a nosotros?, ¿y si de repente viviéramos en nuestra piel el peso del ajusticiamiento popular por algo que hemos dicho o hecho que no es conforme al pensamiento de otros? Porque yo tengo orejas y, un día sí y otro también, escucho decir y veo hacer cosas que no comparto. Por ejemplo, una falacia que de tanto repetirla hay personas que ya la asumen como una verdad indiscutible: “La mayoría de los refugiados que vienen de África son terroristas camuflados”.

Bien, ¿qué tendríamos que hacer con quién lo ha dicho, o con quién asume como cierta esta falacia? ¿La aislamos también? ¿Le arrebatamos el pan? ¿Publicamos su cara en el periódico y en internet y ponemos “se busca”?

¿Y qué haremos con nosotros mismos cuando nos demos cuenta de que acabamos de hacer o decir una barbaridad? ¿Porque todos tenemos nuestro puntito de humildad, verdad? ¿Y todos sabemos que metemos la pata muchas veces, verdad? ¿Seremos tan mordaces entonces? ¿Les suplicaremos a los ajusticiadores populares del “clic” del pulgar que no muestren piedad con nosotros? ¿Nos colocaremos nosotros solos la corona de espinas, cargaremos la cruz y luego nos clavaremos en ella?

Yo no sé todo lo que le rondaba a Fernando Trueba cuando, en su discurso de agradecimiento por el premio otorgado, dijo que “en su vida no se había sentido español ni cinco minutos”. No tengo suficiente información y, por lo tanto criterio, para valorarlo en su justa medida y menos para pulsar un “clic”, y, aunque lo tuviera, tampoco lo pulsaría. No sé si su discurso era irónico, o protestatario, o si lo sentía de verdad, o si ese día se había “tomado” algo; repito, no lo sé, y en todo caso no es el meollo de este artículo y además, como he dicho, me falta criterio para emitir una opinión solo basándome en el video que circula por whatsapp junto al mensaje de llamamiento a las armas. Lo que sí sé es que yo en su momento decidí que las palabras de Trueba no me afectaran de forma negativa porque, como dijo el filósofo griego Epicteto, “no nos afecta lo que nos sucede sino lo que nos decimos sobre lo que nos sucede”. Además, prefiero no refugiarme en símbolos patrios para alimentar valores de intolerancia, o emociones de resentimiento, cólera o venganza; porque entonces lo que me ocurre es que, de repente, el símbolo de la bandera me empieza a generar a mí también cierta alergia (a los amigos de las cadenas envenenadas os acabo de hacer un regalo; ya podéis crear una contra mí: no leáis a David Villegas, es un antipatriota, ¡que se vaya!, ¡que se vaya!, ¡a la hoguera!)

Lo que prefiero, si el filtro tiene que ser la bandera de España, es sentirme feliz, por ejemplo, porque la solidaridad de los españoles ha hecho posible que seamos líderes mundiales en donación de órganos, o que, en la época de crisis tan profunda que ha vivido (o vive) España y que hoy muchos siguen sufriendo, la familia (los abuelos) hayan sido un pilar fundamental para que sus miembros salgan adelante, o de que, cuando hay un atentado terrorista o una catástrofe en el medio ambiente, los españoles nos hayamos lanzado a la calle como fieras para ayudar a los heridos, consolar a los familiares de las víctimas o para paliar el desastre calzándonos unas botas y haciéndonos con un cubo para coger kilos y kilos de chapapote.

Pero claro, sería yo muy vanidoso si me creyera por encima del resto, si creyera que estoy en posesión de la verdad, que yo soy más importante que los demás. Día a día me propongo ser más humilde y, por supuesto, que en muchas ocasiones no lo consigo, pero esto es un artículo de crecimiento de vida y no un lugar para juzgar.

No quiero juzgar, y si lo he hecho no es mi intención y pido perdón, pues comprendo que las emociones en infinitas ocasiones nos pueden y nos arrastran a decir o a hacer cosas de las que muchas veces o, no hemos pensado lo suficiente sobre ellas, o ni siquiera estamos plenamente convencidos del mensaje pero, con la “masa”, nos hemos dejado llevar. Otras veces sí habremos pensado mucho sobre ellas y estaremos plenamente convencidos del contenido de los mensajes, pero quizá no nos hayamos parado a analizar con suficiente esmero, las consecuencias negativas que se pueden derivar de nuestros actos. Me viene a la cabeza este dicho: “Ten cuidado con lo que deseas a ver si se va a cumplir”. A lo mejor, un día, se cumple que nadie va a ver las películas de Trueba. A lo mejor se hace realidad su aislamiento total y a lo mejor, para nuestra sorpresa, nos damos cuenta de que, al contemplar nuestra venganza satisfecha, resulta que no nos encontramos tan felices como esperábamos. ¿Y por qué? Pues porque la felicidad no la trae el sentimiento de venganza, ni del enojo. Más bien, la felicidad tiene que ver con la serenidad, con saber perdonar, con practicar la humildad, con no hacernos tan íntimos amigos de nuestro EGO, con no participar o mirar hacia otro lado ante ajusticiamientos masivo – tecnológicos.

Yo mismo, mientras escribo este artículo, no estoy seguro de no haber reenviado alguna vez una de estas cadenas envenenadas; es más, probablemente lo haya hecho. ¿Y sabéis qué? Pues que me perdono. Y que no me voy a llevar a la hoguera. Ni me voy a aislar del resto del mundo en una oscura habitación. Lo que sí voy a hacer, sin embargo, es intentar aprender del error. Aprender de que, si lo he hecho, si he participado en la quema de brujas, eso me sirva para saber precisamente lo que no quiero volver a hacer. La próxima vez que me llegue un mensaje estándar de lapidación hacia una persona: NO QUIERO REENVIAR NUNCA MÁS UNA CADENA ENVENENADA.

Os deseo a TODOS, felicidad.

MUY IMPORTANTE: Doy las gracias de corazón a la persona que me envió este whatsapp (por cierto, un buen amigo) Si no hubiese sido así, con total seguridad, yo no habría reflexionado sobre esta idea y escrito este artículo. (Cero ironía)

¡GRACIAS!

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