domingo, 12 de marzo de 2017

Mis escritos: "La niña del agua". Este cuento lo finalicé en noviembre de 2011. Pensé en una fuente. Pensé en una pérdida y en un sueño; y en el agua que cae... Ahí va...

La niña del agua


Alberto, sentado frente a un café frío y una tostada a medio comer, observa de nuevo el círculo rojo del calendario de pared que señala el segundo aniversario de la muerte de su hija, y también del que hubiera sido su noveno cumpleaños. El número doce destaca sobre los demás, maltratado como está por el círculo rabioso y de trazo grueso y profundo. Aparta la vista y mira su café posando los dedos en la taza. Está fría, y el café no desprende ningún aroma. “Si no querías mirarlo para qué lo señalaste…” se reprocha, pasando del café al resto de la tostada, un trocito embadurnado de mantequilla y miel cuya mezcla se extiende también por parte del plato.

“Pero cómo no iba a recordar la muerte de mi niña”, se reprende “eso sería imperdonable, sería como dejarla abandonada para siempre entre los hierros de aquella carretera”. En ese momento, vuelve a imaginar que tiene poder para cambiar las cosas. Que aquel instante fatídico podría ser remediado con un leve gesto sobre el recuerdo. Que su mujer, Susana, nunca reclamó su atención ofreciéndole la vista de un bonito valle repleto de robles, que él no apartó la mirada de la carretera y que María, su hija, seguía aún con ellos, soplando las velas de su noveno cumpleaños.

De repente Alberto escucha el eco de unos zapatos rompiendo los escalones que dan al hall de la entrada al dúplex, pero antes de salir por la puerta Susana se detiene, se asoma a la cocina y echa un vistazo rápido a su marido. Éste continúa observando la tostada. Lleva el pijama puesto, abierto por el pecho, y el pelo desaliñado deja entrever una calva incipiente.

_ Me marcho a trabajar _ dice Susana con un tono que no espera respuesta.

Al oírla, él, se rasca nervioso una barba de tres días y levanta ligeramente la vista. Pero en realidad mira sin ver. Como quién observa un escaparate sin prestar atención a los artículos expuestos. Los pasos de Susana se pierden en el jardincito de la entrada. Alberto fija los ojos en ella, únicamente cuando sabe que la tiene lejos de su incisiva mirada. Lleva un vestido rojo, de chaqueta, y unos zapatos negros, de tacón, que brillan lustrosos bajo la fría mañana de otoño. Mientras abre la puerta de la casa se enreda buscando en su bolso las llaves del coche. Luego vuelve ligeramente el rostro y Alberto la observa a través de la ventana enrejada de la cocina. El cabello castaño oscuro lo lleva recogido en una coleta. Esto hace que sus facciones, de rasgos rectilíneos en nariz y mentón, resalten aún más en la breve instantánea. Sus labios no son ni muy gruesos ni muy delgados y sus ojos achinados, le confieren un tinte perspicaz a la vez que atrayente. El resultado, un rostro con carácter. Equilibrado en sus formas. El mismo rostro que enamoró a Alberto años atrás. “Bueno, no exactamente”, reflexiona éste, mientras la imagen de Susana se evapora tras la puerta del dúplex. El dolor también la ha golpeado. Él la sigue observando con la memoria mientras ella arranca el coche camino del trabajo. Varias canas asoman a los lados, flotando sobre su cabello oscuro, y una sombra navega monótona bajo sus párpados. Ni el tinte ni el maquillaje logran disimular las marcas, y aunque así fuera, nunca podrían ocultar el ceño fruncido y sus labios apretados. Por una milésima de segundo piensa en levantarse, salir corriendo a la calle y pararse frente al coche de su mujer para dedicarle un gesto de cariño. Quizás bastaría con una tímida sonrisa o con pegar su mano abierta contra la luna del conductor. Es posible que así el vacío se rasgara y que Susana relajara su bello rostro y que aquél fuera el comienzo de un amanecer diferente. Pero entonces Alberto fija otra vez su mirada en el círculo rojo. Su contorno le pesa, le hace caer como un plomo sobre la silla de la cocina, le tira del estómago hacia abajo, hasta que finalmente la tostada a medio comer y la mezcla de mantequilla y miel dejan muda la voluntad de Alberto, que permanece inmóvil, con los pies descalzos, apoyados sobre el frío suelo de cerámica.

Una semana más tarde camina por las calles empedradas del lugar donde vive desde hace un año. Moralzarzal, un pueblo de la sierra de Madrid. Él se dejó arrastrar hasta allí por Susana, “como si fuese una maleta más”, piensa, mientras entra en la panadería dispuesto a comprar una barra. Un encargo de su mujer al que ha decidido hacer frente sin ningún entusiasmo.

“Ella se ocupó de todo”, sigue reflexionando. “Él no tuvo que mover un dedo. Tan solo subirse al coche y aparecer en aquel lugar alejado de los recuerdos”.

“No entiendo por qué hacemos esto” le dice Alberto a Susana justo antes de emprender camino, “parece que quieras escapar de María”.

Ella lo mira, con el semblante contraído, pero no dice nada. Solo conduce. Dejando atrás la ciudad. Camino de su nuevo hogar. Él, a su lado, apoya la frente en la ventanilla, con la mirada perdida más allá de los vapores de una vieja fábrica.

Alguien reclama su atención. Es la panadera. Lo saluda con cierta familiaridad. Alberto se sorprende. “Después de todo, esto es un pueblo y él ya está perdiendo el anonimato”, piensa. Ha debido comprar más veces en ese lugar, aunque no recuerda a aquella mujer.

Sale a la calle. El sol de octubre se refleja con fuerza en los tejados. Decide pasear un rato. Arrastra los pies sin rumbo fijo, balanceando la bolsa del pan de atrás hacia adelante, al compás de sus pasos. Prefiere caminar mirando al suelo. Le incomodan las miradas de sus vecinos. Cada vez que levanta la vista y se cruza directamente con una parece como si adivinara todo lo que transcurre por su cabeza. Por eso busca el refugio del dúplex. El vivo silencio de los objetos que le rodean. El crujido de los armarios, el lloro de una tubería. “Es curioso” medita mientras atraviesa la plaza del pueblo, “el día no suena igual en diario que en fin de semana”. Tardó en darse cuenta. Pero con el transcurrir de los meses desde que renunció a su trabajo, incapaz de enfrentarse a la tarea de salir de casa y abrir un ordenador, fue percatándose de que el tiempo no pasa de la misma forma un día que otro. En diario, éste, se diluye con más lentitud a través de las paredes. Avanza a trompicones por el segundero y los ruidos que se escuchan allá afuera son más marcados que en fin de semana. Un avión que sobrevuela a poca distancia, el taladro lejano del alguna obra. “A esos sonidos les falta música” sentencia Alberto “no como los sábados, ahí los sonidos anteriores se evaporan y es cuando la música suena, suenan las protestas, los lloros y las risas de los niños, que se levantan de las camas, que corretean por el pasillo, que arrastran por los pelos un viejo muñeco o que botan una pelota contra las paredes blancas. Pero esa música solo existe afuera” se lamenta. Dentro reina el silencio. Teme el momento en que crujen los cerrojos y Susana aparece por la tarde, de vuelta del trabajo, mientras él aún no se ha cambiado el pijama y la mira de reojo, sin saber que decirle. Pero ella ya está acostumbrada a su silencio, a su dejadez, y pasa de largo, como si fuese una extraña de la que solo le resulta familiar aquella antigua belleza, que se esconde tras el rictus severo de su ceño fruncido y sus labios apretados.

Alberto ha caminado a lo largo de la calle de la Iglesia y se ha detenido junto a la fuente de los Cuatro Caños. Es una fuente de piedra, donde el agua fluye mansa desde la montaña. Se compone de dos pilones. Uno es pequeño, le llega a Alberto por el borde de la cintura y el roce del agua al caer desgasta el fondo de la piedra. Se acerca y bebe de uno de los caños que vierten su agua. Es un trago largo y refrescante que hace que sienta una sensación de alivio bajo el sol del mediodía. Aunque éste ya no muerde como en verano el día es brillante y cálido. Después acerca una mano al chorro y luego se la restriega por la cara junto a la música del agua. Más tarde alza los ojos hacia el grabado que se haya inscrito en un muro alto que se eleva sobre el pilón pequeño. Éste reza su día de nacimiento en 1885. “Debe ser uno de los lugares más antiguos del pueblo” reflexiona. Permanece allí de pie unos segundos, sin saber si continuar camino o disfrutar un rato más de aquel oasis de tranquilidad. Finalmente decide lo último. Rodea el pilón pequeño y se sienta bajo la sombra de un cedro, sobre el muro de piedra que conforma el pilón más grande. Éste se sitúa detrás del muro donde está el grabado, es más bajo que el pilón pequeño, pero es mucho más amplio, tanto como una piscina de esas de juguete donde los niños chapotean en medio del jardín. Está rodeado por losas de granito y por árboles que dan sombra al conjunto. Varios caños se encargan de mantener el pilón lleno hasta los bordes. Alberto escruta su fondo, y observa algo que llama su atención. Pero antes de que pueda dar nombre a la imagen escucha una voz dulce justo a su lado.

_ Son manzanas _ dice la voz _ manzanas verdes. El fondo está lleno.

Alberto se gira y se queda paralizado. Frente a él, una hermosa muchacha de no más de once años le observa a través de unos ojos negros y redondos, tan profundos que Alberto deja de escuchar la música de la fuente, ahora solo ve aquellos ojos, que absorben la música del agua con cada borboteo del caño. De repente la niña saca una mano de detrás de la espalda y muerde una manzana enorme, como aquéllas que reposan en el fondo del pilón, y deja marcado un perfecto mordisco con sus dientes blancos. El jugo salpica su sonrosada piel y sus labios rojos mientras él la observa sin decir palabra. Tiene el cabello negro y su melena es corta y ondulada. No puede dejar de mirarla.

_ ¿Quieres una?_ pregunta la niña, sacando otra manzana de uno de los pliegues de su falda.

Él no responde.

_ ¿Qué te pasa?, ¿no sabes hablar?, ¿no te gustan las manzanas? _ le interpela la pequeña con una sonrisa fresca dibujada en los labios.

Por fin el hechizo se rompe.

_ Pues sí, sí me gustan la verdad. Pero ahora no me apetecen…gracias.

_ Están muy ricas. Mi madre dice que es bueno comer una todos los días. Que así vives más tiempo.

_ Ya…_Alberto responde de forma automática. Aquella niña le ha hecho recordar a su hija, aunque no se le parezca en nada. María era rubia, y más pequeña y tenía los ojos azules como un fondo de piscina. Aún así hay algo similar en esa muchacha. Quizás su alegría o su desparpajo.

_ ¿Y por qué hay tantas manzanas? _ pregunta Alberto.

Ella está jugando con la manzana mordida y apoya la superficie aún inmaculada sobre el borde de uno de los caños. Al instante el agua la salpica en la cara y en la blusa y la niña ríe.

_ Pues por qué va a ser _ responde después _ ¿Acaso no ves el manzano? Los pájaros las pican y las arrojan a la pila.

Alberto levanta la vista. Parte de la copa de un enorme manzano da sombra al pilón. Unos metros más allá, el tronco se esconde tras los muros de una casa que se eleva a escasos metros de la fuente.

_ ¿Cómo te llamas?

_ Luciana, ¿y tú?

_ Alberto.

_ Que nombre más feo.

Él sonríe.

_ El tuyo sin embargo es bonito.

_ A mí sí me gusta… ¿Tienes hora?

Alberto se mira la muñeca, pero no lleva reloj. Entonces mira al sol.

_ Debe ser la una _ contesta haciéndose el interesante.

Luciana se carcajea.

_ ¿Y cómo lo sabes? No tienes reloj…eres un mentiroso…

_ Por el sol. Por lo alto que está en el cielo, es la una…

_ ¡Ja!

_ De verdad.

Luciana da otro mordisco a la manzana.

_ Bueno pues me voy, es tarde… ¿seguro que no quieres una manzana?

_ Seguro.

_ Adiós _ dice Luciana despidiéndose.

_ Adiós _ responde Alberto mientras la ve desaparecer a pasitos cortos tras una esquina.

Una semana más tarde espera sentado junto al pilón de la fuente la llegada de Luciana. Han sido siete largos días en los que no ha podido dejar de pensar en la muchacha. Siente como si la conociera desde siempre. Como si la hubiese visto dar sus primeros pasos amarrándose a sus dedos con sus diminutas manitas. Le inspira una enorme ternura. Alberto sostiene en su regazo una barra de pan torturada por los pellizcos de sus dedos, que se mueven nerviosos manoseando la corteza. Tiene los pies rodeados por un ejército de migas. Mira al cielo. Está algo nublado. El otoño ha caído de lleno en la sierra. Lleva puesta una cazadora. De pronto sopla una racha de viento y una manzana golpea la superficie del agua. Alberto observa los círculos concéntricos que se expanden a lo largo y ancho del pilón.

Luciana aparece por detrás del muro que protege el pilón pequeño, lleva puesta una trenca abotonada y unas medias de lana blanca que finalizan en unos zapatitos negros de hebilla. Enseña sus dientes blancos al ver a Alberto mientras su piel se estira y sus mofletes brillan sonrosados por el frío otoñal.

_ Hola, ¿qué haces?_ pregunta despreocupada.

_ Nada. Me gusta este sitio. Aquí me siento bien.

Luciana le mira con suspicacia.

_ ¿No habrás venido a robarme mis manzanas verdad?

Él sonríe. Mientras, ella, con los brazos en cruz, comienza a caminar por lo alto del muro que rodea el pilón, imitando a una funambulista.

_ ¿Son tuyas?_ pregunta Alberto.

_ Claro. Esta parte del manzano es mía. Aunque los señores de aquella casa se enfadan conmigo cada vez que trepo por la fuente para coger alguna. No sé por qué, a ellos les sobran.

_ A lo mejor es porque tienen miedo de que te ocurra algo.

_ ¡Qué va!, si es muy fácil, ¡ya verás!

En ese instante gira sobre sus pasos con cuidado de no resbalar y caer sobre el agua, luego se dirige al pilón pequeño y con sorprendente agilidad trepa por él y también por el muro que conserva el grabado de inauguración de la fuente. En un momento Luciana aparece con los pies en lo alto, a tres metros del suelo y con los brazos estirados hacia la copa del manzano. Alberto no puede evitar sentir cierto temor, pero no quiere incomodarla advirtiéndole del peligro. Ésta, en un abrir y cerrar de ojos ya se ha plantado frente a él con una hermosa y resplandeciente manzana posada en su mano. La niña se le acerca tanto que Alberto puede aspirar su perfume. Luciana desprende un aroma como de manzana recién mordida. De repente siente el impulso irresistible de alargar la mano y deslizar sus dedos por sus mejillas. Pero antes de que eso ocurra Luciana pone la manzana sobre la mano extendida de Alberto y éste percibe la piel suave y cálida de la niña, y un escalofrío le remueve de pies a cabeza, como si el agua fresca de la fuente discurriera ahora por sus venas. Se lleva la manzana a la boca y le pega un sonoro mordisco.

_ ¿Está rica?_ pregunta Luciana.

_ Mucho _ responde él.

A la mañana siguiente Susana se asoma por la puerta de la cocina y ve a Alberto calzándose los zapatos. Sobre el fregadero reposan una taza vacía y un plato con restos de migas. Él levanta la cabeza y le dedica a ella una tímida y fugaz sonrisa.

_ Te has afeitado _ dice Susana con un leve tono de complacencia en su voz.

Alberto no responde.

_ ¿Traerás hoy el pan?

_ Claro _ dice él.

Alberto acude todas las mañanas, de lunes a viernes, a la fuente de los Cuatro Caños. Sus encuentros con Luciana le han hecho olvidar los muros de su prisión. Ya no lo protegen de las miradas de sus vecinos. Todo lo contrario. Ahora se salta las barreras y saluda a Carmen, la panadera, y a Felipe, el de los periódicos. Camina de prisa meneando la bolsa de pan en círculos como si se tratase de un molinillo. Y su mirada siempre busca la fuente cuando emboca la calle de la Iglesia, y allí la encuentra, arropada por los cedros, perfumada bajo la sombra del manzano. Después se sienta en el muro del pilón, meneando las piernas, pellizcando el pan, hasta que, justo en el momento en que su mente navega lejos de allí, Luciana aparece cantando o bailando y le dedica un insulto afectuoso o miles de preguntas que los adultos no siempre saben cómo responder.

Principios de diciembre. El otoño se despide, consumido por el frío que discurre desde las montañas nevadas. Alberto siente la piedra de la fuente congelada bajo su ropa. Hunde los dedos bajo el chorro del caño. El agua fluye rabiosa. En seguida nota un dolor punzante en la yema de los dedos. Retira la mano.

_ Pronto el agua del pilón se congelará_ dice Luciana acariciando con una mano blanca, como de muñeca de porcelana, el hombro de Alberto.

Éste, como siempre, se sorprende.

_ A veces cuelgan carámbanos de los caños_ continúa diciendo _ Una vez hasta se congelaron los chorros. Todos vinieron a verlo.

Después la niña escala de nuevo el muro y se pone de puntillas. Con el cuello estirado ojea la copa del manzano que ahora apenas da sombra con sus ramas peladas. Alberto siente otra vez un temor irreverente al verla allí arriba, sobre la piedra helada.

_ ¿No tienes miedo de resbalar?_ pregunta al fin.

Ella continúa investigando con su cuello de garza.

_ Ya no quedan manzanas, y las últimas hojas pronto caerán sobre las púas de los cedros.

Por fin mira al suelo. Con gran agilidad desciende la pared y se sienta junto a Alberto. Lleva puesto un gorro beige que le cubre también las orejas y el cuello. Eso hace que sus ojos negros y brillantes y su piel sonrosada resalten aún más que de costumbre.

_ No, no tengo miedo _ dice Luciana mostrando sus dientes blancos _ ¿tú me sostendrías verdad?

_ Yo siempre cuidaría de ti Luciana, si tú quisieras _ responde Alberto con un tono solemne que hace que ella se sonroje y estalle en una mar de risas.

Él también se sonroja y siente que no debería haber pronunciado esas palabras. Teme que ella haga una burla de su confesión. Pero no. Luciana se abraza a su cuello y luego le planta un beso fresco en el carrillo.

_ ¡Qué gracioso eres!_ le dice sin soltarse, con las mejillas hinchadas por su sonrisa.

Después corretea un rato alrededor de la fuente, hasta que en una de las vueltas emboca una calle que se pierde entre las casas de piedra. Justo antes de desaparecer da media vuelta y agita una mano en dirección a Alberto. Él también agita la mano mientras piensa en voz alta, “hasta mañana Luciana”.

Ese mañana llega. Es sábado. Cuando Susana asoma por la cocina se encuentra a su marido de pie, junto a la mesa. Tiene la cara lavada, el cabello limpio y peinado hacia adelante. Viste un grueso jersey de lana con cuello vuelto que ella le había regalado dos inviernos antes, en las navidades posteriores a la pérdida de María. Nunca se lo había puesto. Sobre la mesa, Susana contempla un bol de cereales repleto hasta los bordes, y una taza de café recién hecho. Nubes de vapor se dispersan por la cocina. Se relame los labios y aspira profundamente por la nariz.

_ Siéntate por favor_ le suplica Alberto_ De prisa, o se enfriará.

Él observa con atención cómo ella se arrima al borde de la mesa, después lo mira, luego mira afuera, los vértices de la ventana de la cocina están empañados. La nieve cubre el jardincito de la entrada y el cielo tiene un color lechoso. Es un bonito día de invierno.

Se sienta. Lentamente, envuelve la taza con las manos. Luego entorna los ojos y dibuja una sonrisa casi imperceptible.

_ Está caliente _ susurra.

_ Cuando termines me gustaría llevarte a un sitio_ dice Alberto.

_ ¿Qué sitio?

_ Un lugar especial. Quiero que conozcas a una amiga. Te gustará, ya verás.

Están sentados sobre el muro del pilón. No se cogen de la mano, pero sus abrigos se rozan. No se miran a la cara, pero cada uno observa los zapatos del otro. Pasan los minutos. De vez en cuando alguien se acerca y bebe de los caños. Como un resorte Alberto gira la cabeza con brusquedad, esperando ver a Luciana. Pero cuando se da cuenta de que no es ella agacha la cabeza y la decepción se dibuja en su rostro.

_ Y bien, ¿dónde está?, ¿de quién se trata?_ pregunta al fin Susana con una mezcla de impaciencia e intriga en su voz.

_ Vendrá_ responde Alberto _ Es una niña que he conocido hace tiempo. Estoy deseando presentártela.

_ ¿Una niña?

Alberto percibe un deje de perplejidad en el tono de Susana.

_ Sí. Me la encontré de casualidad en este mismo lugar. Lo pasamos muy bien juntos.

Al oír sus palabras Susana hunde la cara en las manos y resopla. El tiempo transcurre con lentitud. Al final ella se incorpora y le pregunta:

_ ¿Vienes?

_ Creo que me quedaré un rato más_ responde él.

Susana se recoge las solapas del abrigo y se aleja sin mirar atrás. Alberto observa el pilón de la fuente. El agua está congelada. Tan solo bajo los caños se distinguen unas aberturas por donde el agua cae a goterones. En la superficie, media manzana reposa inmune al frío. Su carne es marrón y la piel está ajada. Alberto alza la mirada. Ni una hoja viste las ramas del manzano. Transcurren las horas. El día se acaba.

La busca cada mañana. Pasa los días junto a la fuente, arrebujado en su abrigo, moviendo la cabeza como un pájaro nervioso. Los vecinos lo saludan cuando se acercan a la fuente. Él hace lo propio, y luego les pregunta por la muchacha, pero ellos lo miran confundidos y también apenados. Nunca han visto a esa niña. Alberto desespera. Entonces toca la puerta de la casa que guarda el manzano. Lo reciben amablemente. Le hacen pasar al calor del hogar mientras los copos caen con fuerza sobre las espinas de los cedros. Le ofrecen un café caliente. Él lo acepta por pura cortesía pero enseguida pregunta por Luciana. Por aquélla que les sisa las manzanas.

“¿Quién?”, responden los dueños.

Alberto deja la taza sobre la mesa y se marcha sin decir palabra. Acude a la policía, y al ayuntamiento. Nadie sabe nada. Cree volverse loco. Pero sigue yendo a la fuente. Cada día, cada mañana.

El invierno avanza con el garbo de un caracol. Un día de enero éste parece tomarse un respiro. La noche anterior ha nevado copiosamente pero al amanecer el sol brilla en un cielo limpio, y alrededor de la fuente de los Cuatro Caños la nieve acumulada se derrite lentamente relumbrando sobre las piedras, y de las ramas peladas del manzano y de las púas de los cedros, se deslizan gotas cristalinas que impactan sobre la superficie medio helada del pilón. Allí se sienta Alberto, envuelto en su abrigo, mirándose los zapatos calados que bucean en mitad de la nieve. De súbito nota una presencia a su lado. Un anciano lo contempla fijamente desde unos ojos vidriosos, velados por el tiempo. Su cara es un revoltijo de surcos apretados, entre las manos sostiene el pomo de una garrota y por debajo de su boina asoman los restos de una hirsuta cabellera.

_ ¿Lo conozco a usted?_ pregunta Alberto, incómodo. Ha vuelto a aquella época en que le molestan las miradas ajenas.

_ No lo creo _ responde el anciano con la voz de una vieja carraca _ aunque yo lo veo todos los días joven.

_ ¿De veras?_ replica él, incrédulo.

_ Sí. Lo que ocurre es que usted nunca me ha prestado atención. Recuerdo la primera vez que lo vi. Casi se choca de bruces con la fuente.

Al escuchar esas palabras Alberto siente un hormigueo repentino por todo el cuerpo. De forma involuntaria yergue la espalda y mira fijamente al anciano.

_ ¿Usted me ha visto todo este tiempo?_ pregunta perplejo.

_ Pues claro chaval. A usted y a la mayoría de este pueblo. Tengo ya casi un siglo y llevo viniendo aquí los últimos noventa años. Pregunte por Serafín, todo el mundo me conoce.

A Alberto se le aceleran las pulsaciones. De repente le cuesta respirar.

_ ¿Me dice usted que me ha estado observando todos los días desde octubre?

_ Sí, eso digo.

_ ¿Y qué hay de la muchacha? _ pregunta Alberto cogiendo por el brazo al hombre que se hace llamar Serafín _ ¿Quién es ella?, ¿por qué ya no visita la fuente?

_ No le entiendo _ responde el viejo _ ¿de qué muchacha me habla? Usted siempre viene solo…

Alberto se lleva las manos a la cabeza. Luego emite una especie de gemido.

_ Pero no es posible_ farfulla, poniendo sus manos sobre las rodillas huesudas de Serafín _ Ella existe lo sé. La vi con mis propios ojos, la rocé con mis manos, me besó…

_ Tranquilícese joven _ dice Serafín posando las manos arrugadas en las de Alberto.

Éste siente el calor de las manos del anciano. Le entran ganas de llorar. Llora. Un rato largo. Serafín lo contempla con ternura. Cuando se siente algo más reconfortado vuelve a hablar.

_ A ella le gustan las manzanas. Las manzanas verdes. Siempre guardaba una entre los pliegues de la ropa.

De pronto Serafín aparta sus manos con brusquedad. Alberto se sobresalta y ve como los ojos del anciano cobran intensidad a través de las gotas de lluvia. Sus labios incoloros se abren dibujando una mueca torcida. En ese momento pronuncia unas palabras. Su voz suena como las hojas del otoño al ser arrastradas por el viento.

_ Luciana…_ dice.

Alberto no cree lo que acaba de escuchar. Siente un vacío en la boca del estómago. Coge a Serafín por las solapas de su vieja chaqueta y le impreca:

_ ¡Sí!, ¡es ella!, ¡es Luciana!, ¿dónde puedo encontrarla?

Pero Serafín no se inmuta. Solo susurra:

_ No puede.

_ ¿Pero qué me dice?, ¿y eso por qué?_ pregunta Alberto desolado.

_ Porque Luciana está muerta. Por eso. Yo la recuerdo todos los días, aquí en la fuente, desde hace noventa años.

Alberto se queda prendido de la chaqueta del viejo, como una carne flácida colgando de un gancho. Es incapaz de pronunciar palabra. No puede pensar en nada. Tan solo siente dolor. Serafín cierra el círculo.

_ Ella es mi amor de juventud. Nunca conocí a otra. Nunca amé a otra. Y nunca me he separado de ella, aquí, en la fuente. Éramos solo unos críos.

Las lágrimas de lluvia vuelven a empapar los ojos de Serafín. Su cuerpo y su mente están muy lejos de aquel lugar, pero continúa hablando.

_ Un día el inverno se la llevó. Cayó sobre el pilón y el agua de la montaña no quiso ver más a Luciana corretear por los muros de la fuente. Pero ahora sé que ella ha estado siempre a mi lado. Es la niña del agua. Mi niña del agua.

Los siguientes tres meses Alberto los pasa junto a Serafín. Apenas hablan entre ellos. No importa. Siente consuelo en compañía del anciano. Aunque poco a poco algo va cambiando en su interior. Un día se pregunta qué hace allí. Se ve desde fuera, junto a Serafín, contemplando la fuente, estación tras estación. Él nunca se separará de la fuente. Siempre la esperará. De pronto Alberto se ve como un extraño. Como parte de una historia que no le pertenece. Y a la vez se da cuenta de que al cabo de muchas estaciones no desea ver con los ojos de Serafín el espejo del agua. Entonces ve llegar la primavera, y un día, contempla las flores blancas y rosadas del manzano.  Caen girando sobre el pilón, perfumando el agua clara. Súbitamente siente un desasosiego. Quiere ver crecer la primavera fuera de aquella prisión de granito y agua. Se levanta y corre. Huye a toda prisa por las calles de Moralzarzal. Los vecinos lo contemplan a la carrera. Él los saluda mientras vuela camino de su hogar. Tan solo quiere abrazar a Susana. Decirle que el hechizo se ha roto. Alberto ríe. Ve como el círculo rabioso se diluye en mitad del calendario. Quizás dentro de poco escuche la risa y el llanto de un bebé muy cerca suyo. Susana lo ayudará a seguir avanzando y él la despertará todas las mañanas con una sonrisa.

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